"La ciudad de México es un experimento antropológico y yo me siento
parte de él. Soy sólo uno de los veintiún millones que vivimos en la
ciudad más grande y poblada del mundo. Ningún hombre en el pasado vivió
(más bien sobrevivió) antes a una ciudad con semejantes niveles de
contaminación, violencia y corrupción, y sin embargo ella es increíble
y paradójicamente hermosa y fascinante, y eso es Amores perros: el
fruto de esa contradicción."
Las palabras son del director de Amores perros, todo un hombre
de medios en México. Pero no estamos ante un documental sobre urbanismo o
historia, ni frente a un canto pesimista o posmoderno a la vida en el
umbral de un nuevo siglo, sino ante una de las pocas ficciones
prometedoras del cine latinoamericano reciente. En ella se cruzan tres
historias. Una es la de Octavio (Gael García Bernal), un joven
adolescente que se enamora de la esposa de su hermano, apenas más
crecidita que él. Los tres, más la madre de los hermanos y un bebé,
conviven bajo el mismo techo. Afuera, hostil y frenética se extiende la
ciudad. Ellos la perciben como una selva, y todo vale para sacar dinero de
allí: robar bancos y farmacias, apostar en las riñas de perros.
Otra historia es la de Daniel (Alvaro Guerrero) y Valeria (Goya
Toledo): él es un empresario televisivo que decidió abandonar a su
familia para vivir junto a ella, una top model española. Valeria es todo
lo que un hombre puede soñar, y de verdad lo ama. Pero su vida de pareja
se dividirá inexorablemente en el antes y el después de un accidente
automovilístico.
La última historia (aunque todas conviven a lo largo del film) es la
del Chivo (Emilio Echevarría), un ex guerrillero que se gana la vida
juntando basura de la calle... y como asesino a sueldo. Vive rodeado de
perros. Cuando llegue el fatal accidente, el Chivo no rescatará a los
conductores sino a su acompañante: un can herido de bala. Y lo cuidará
hasta que sane. Ese animal y un hecho truculento harán que el Chivo
recupere su humanidad.
El film de González Iñárritu recuerda a esas películas del
hongkonés Wong Kar Wai que hace unos años pudieron verse en Argentina en
cine, en video y en cable: Chungking Express, La caída de los
ángeles, Felices juntos... pero pasadas por el filtro de lo
latino. En el lunfardo que conjugan los adolescentes marginales, en las
palabras en inglés que todo el tiempo utilizan el empresario y la modelo
y en el mutismo entre sabio y demente del Chivo se dibujan los
compartimentos estancos en los que quedaron fosilizadas las clases
sociales del mundo globalizado. Combinando escenas que parecen inspiradas
en algunas de las Quentin Tarantino con otras que parecen rescatadas de
los cuentos de Raymond Carver, el director se las ingenió para penetrar
ese mundo. Para meterse en personajes que, sumados, expresan la demoledora
sordidez de una megaurbe actual, pero que cuando el día concluye, en la
intimidad de los hogares, dejan caer sus máscaras para revelar toda la
ternura y el temor que palpitan en los hombres.
Potente, inteligente, ágil, Amores perros demuestra que
todavía es posible abordar todas esas historias y situaciones
drámáticas, tan "peligrosas" para directores egocéntricos y
públicos descreídos, sin morir en el intento. Es una sorpresa
edificante.