"En este país las metáforas son más fuertes que las ideas"
escribe Héctor Tizón en uno de los prólogos para su novela "Fuego en
Casabindo". La simple frase resume con una claridad espeluznante la
verdadera historia de la representación en la Argentina. Es por eso que
Angel, la diva y yo no puede sorprender a nadie.
Sin embargo, uno se sumerge en la depresión cuando se pone a sacar
cuentas. Pasaron ya más de 20 años desde Las islas y Los miedos
(entre otras), productos generados durante la última dictadura militar,
cuando la única alternativa para expresar una idea y burlar a la censura
era el rodeo y el juego metafórico. Sin embargo, con el advenimiento de la
democracia, ese vicio encubridor continuó tiñendo al cine nacional, sin
justificaciones porque ya no había necesidad de escapar de los censores. La
democracia permite la expresión directa, sencilla, sin eufemismos, sin
intertextualidades, sin silencios. Pero los años de la dictadura no fueron
superados y seguimos viendo las mismas tristes metáforas sucederse una por
una en las pantallas. Así pasaron los Solanas, los Subiela, las
Sonámbulas y tantos otros directores y películas.
El film de Pablo Nisenson vuelve sobre esta costumbre del cine argentino...
¡y cómo! Cabe preguntarse por qué se sigue castigando de esta forma al
espectador. ¿Son los residuos del miedo los que impiden que nadie pueda
decir lo suyo claramente y en voz alta? ¿Es la certeza de que ésta es la
única forma de hablar de ciertos temas de la historia argentina? ¿Es una
costumbre arraigada que proviene de aquellos tiempos violentos? Angel, la
diva y yo nos muestra otra vez las mismas obviedades, metáforas burdas,
repetitivas alusiones al pasado reciente siempre con descompromiso, sin
opinión. Y además, las infaltables imágenes folklórico-pintorescas de
las Madres de Plaza de Mayo (retratadas for export, claro).
En esta oportunidad, la metáfora pasa por el cine argentino que ha
perdido la memoria (¡Uhhhh!). El cine nacional en su totalidad está
personificado en Angel Ferreyros (Pepe Soriano), un director apócrifo que
resume las personalidades y las obras de quienes lo construyeron en la
realidad: José A. Ferreyra, Carlos Hugo Christensen, Hugo del Carril, Lucas
Demare y Leonardo Favio, entre otros. Este Ferreyros es una especie de
baluarte de la cultura nacional a quien todos han olvidado, hasta sus
colaboradores más allegados. Julián Armendáriz, un documentalista a punto
de suicidarse (Boy Olmi), recibe dinero junto a una carta anónima donde se
le pide que realice una película sobre la vida y el cine de Ferreyros.
Armendáriz y sus secuaces comienzan una ardua investigación durante la
cual se cruzan con las metáforas "humanas" y las institucionales
más vulgares que se hayan visto: por ejemplo, la Asociación de Memoriosos
Argentinos (AMA), cuya cinemateca ocupa los sótanos de un importante centro
comercial capitalino. Dicho sea de paso, resulta contraproducente que la
única institución que no ha perdido la memoria en la película sea la que
nos presenta Nisenson: la integran una media docena de viejos estúpidos,
inútiles, superficiales, burocráticos y desordenados que atienden y
debaten temas nimios. ¿Será que el director quiere decirnos algo sobre los
organismos de este tipo? ¿Será que quiso parodiar los engorrosos procesos
en los que se enfrascan antes de tomar una decisión? ¿No se dio cuenta de
que al incluir un grupo humano así de "divertido" se
contradecía?
Y los diálogos, ay, ay, ay. ¿A quien se le imputa este cargo? ¿A José
Pablo Feinmann, que escribió con Nisenson estas proclamas, o a las pésimas
interpretaciones con que los actores las exageran? La actuación de Olmi es
triste, pero la de Esther Goris en su papel de Norma Desmond del
subdesarrollo (recordar Sunset Boulevard) roza lo lamentable. ¡Y
Florencia Peña! En un momento intenta hurgar en su memoria, y dice:
"Me acuerdo de Rosas y de la Mazorca, me acuerdo de mis viejos y de
cómo se los llevaron..." Pregunto: ¿alguien puede creer que a
Florencia Peña le llevaron algo? Ni el gato, le llevaron.
El documental filmado por Armendáriz se mezcla con la ficción de
Nisenson de manera poco clara, contradictoria, sin ninguna concepción
narrativa o estética de por medio. Un intento de hacer cine dentro del cine
que en este caso podría definirse como cine mal hecho dentro del cine mal
hecho. Sólo resta proclamar que la mejor forma de abogar por la
recuperación de la memoria en el cine argentino no es la payasada, sino
dejar la cobardía y las metáforas a un lado y filmar sin vueltas aquello
que se quiere expresar o recordar.