Digámoslo de entrada. Hay un problema, no dos
ni tres, con esta película de Nick Hurran que avanza en plan de comedia sentimental, y es
que lo hace a partir del dato menos cómico que uno podría imaginar: un tumor cerebral
con metástasis múltiples. Ello no anula del todo la comicidad de Apostando a vivir,
o si se quiere su tierna y cálida ligereza, pero la atenúa ciertamente. No es fácil
sonreír cuando la muerte asoma la nariz, y eso es lo que ocurre a poco de empezar, cuando
a la pobre Dawn (Brenda Blethyn, la de Secretos y mentiras) se le declara ese
cáncer contra el que nada pueden hacer los facultativos.La cuñada y mejor amiga de Dawn es Jackie, otra cuarentona atractiva y
temperamental interpretada por Julie Walters. Además de cuñadas y amigas, Dawn y Jackie
son colegas, ya que se desempeñan como operarias en una fábrica de la pequeña localidad
británica de Rawtenstall. Sí, otra vez, un director inglés posa su mirada sobre la
clase trabajadora de provincias. Y no lo hace nada mal: este flanco de Apostando a
vivir tiene algo de ese calor de hogar con que Peter Cattaneo, en The Full Monty,
pintaba a los desocupados de Sheffield. Claro que la trama social está aquí muy en
segundo plano. La cotidianidad y la intimidad, las pequeñas glorias y caídas de estas
mujeres son las que desfilan con fluidez. El título original (Girls Night), por
ejemplo, viene a cuento de las noches de los viernes, en que las protagonistas, junto a
otras pocas amigas, se entregan al escolaso en la sala de Bingo del pueblito.
Cosa que aprovecha el guión para hacer coincidir el grito de "cartón lleno" de
Dawn que se gana un montón de libras con los que profiere Jackie en otro
ambiente del local, cuando su amante la hace llegar al orgasmo. Chiquititos para bien,
felices en más de un sentido, otros momentos como éste puntúan el film de Hurran,
aliándose con las extraordinarias performances de las actrices para hacerlo llevadero a
pesar de todo.
Jackie se entera del cáncer sin que Dawn se lo
diga, y por eso la invita a una escapada a Las Vegas que insumirá la mayor parte del
metraje. Entre la suerte en las mesas de juego (las idas y vueltas del azar son aquí como
un leit motiv metafórico) y las desgracias de la salud se consume la temporada
norteamericana. Que ofrece la yapa de un tratamiento fílmico que entona perfectamente con
ese raro planeta que es la Meca de los tragamonedas: todo está dispuesto para la
diversión y el consumo permanentes, y el tiempo, que es precisamente lo que le falta a
esta buena señora, no parece transcurrir. La subtrama romántica viene de la mano de un
veterano cowboy de Nevada que corre por cuenta de Kris Kristofferson, quien
vuelve a demostrar (luego de La hija de un soldado nunca llora) que su repertorio
dista de agotarse en los villanos pérfidos. Sobre el final, esta vertiente depara una
vuelta de tuerca relativamente previsible. Pero está bien llevada, no pierde sobriedad ni
abandona la delicadeza.
Lo mejor de todo son ciertos instantes íntimos en
los que la complicidad de las cuarentonas brilla. Con lo que Apostando a vivir se
perfila como un respetable estudio de la amistad... en situaciones límite. Lo peor, ya
está dicho. Cabe preguntarse si el film no hubiera ganado con la erradicación de ese
odioso tumor. No del cerebro, sino del libreto.
Guillermo Ravaschino
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