Este admirable drama sentimental
rumano fluye con la naturalidad que le confieren las interpretaciones
(atinado primer premio compartido para sus dos principales actrices en el
25º festival de Mar del Plata), combinadas con un guión muy inquietante y con una puesta en escena en
la que nada se ha librado al azar.
Paul anda cerca de los 40 años, goza
de un buen pasar y tiene una esposa y una hijita con las que parece haber
conformado algo parecido a la familia ideal. Sin embargo, o tal vez por eso (ya
lo veremos luego), también tiene una
amante diez años más joven, con la que llegará a plantearse emprender una vida
nueva, blanqueando la relación y enfrentando una separación en regla.
El
director Radu Muntean contó que quiso trasladar al film la sensación que uno
tendría si espiase dentro de las casas de ciertas personas porque, según él, "la
intimidad de pareja puede ser más cautivante que una buena película de acción".
Una idea inteligente, que quizás Ingmar Bergman, más que ningún otro,
llevó "hasta sus últimas consecuencias" en 1973, con su genial Escenas de la
vida conyugal (qué cosa buena son estas películas, que valen por buenas pero
más valen aun por todos esos diálogos y puentes que proponen. Hablando de
dialogar: si todavía no vieron aquel film de Bergman, corran a verlo). Volviendo
a Muntean, digamos que alcanzó su propósito. Aquel martes después de Navidad es un auténtico "drama de acción y
suspenso", y las encomiables actuaciones han sido la llave para la impronta
realista que dicha premisa reclamaba. Gracias a esas actuaciones las
delicias y los horrores del amor infiel se van contando por sí solos,
mediante gestos precisos y sutiles que a menudo van a contrapelo de lo que
las palabras dicen (lo cual aporta una bienvenida cuota de tensión
adicional). Y cualquier espectador está invitado a identificarse, a
involucrarse.
Esta es
una historia que trabaja
sobre los matices: no es que Paul haya dejado de querer a su esposa, sino que
algo, simplemente (complejamente), no le cierra; no es que pretenda
hacerle daño a ella y a su amante, mucho menos a su hija, pero las expondrá
a situaciones respectivamente dolorosas e incómodas. La secuencia en el
consultorio del dentista, donde los cuatro personajes confluyen
imprevistamente, es una espléndida lección de cómo elaborar un clima
crecientemente espeso, tenso, típico de un thriller. El trabajo actoral
allí también es la clave
de toda una estructura de planos próximos, cercanos, que se sostienen largamente
en el tiempo: cada ambiente o decorado, por lo general, se resuelve en un único, duradero plano que afianza y profundiza la intimidad del espectador con el
personaje o los personajes que dominan la pantalla. Por este lado el film evoca
a la formidable Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise,
1984), en la que Jim Jarmusch elevó el concepto de "una secuencia=un plano" a
alturas insospechadas. Y cuando cierta confesión terrible hiera de muerte la
armonía conyugal asistiremos a un plano tan interminable, íntimo y angustiante
que parece el correlato sentimental, también en tiempo real, de aquella violación
que tanto dio que hablar de Irreversible
(Gaspar Noé, 2002).
Aquel martes...
abreva en el mejor cine rumano de tiempos recientes y, lejos de ocultarlo,
lo agradece. Por eso hace reaparecer a Dragos Bucur, protagonista de Policía,
adjetivo (Corneliu Porumboiu, 2009), en un personaje diferente que, sin
embargo, vuelve a llamarse Cristi. Y
aquella aparente felicidad que pronto se desvanece, o se revela falsa,
remeda el admirable drama rodado en 1985 por la talentosa Agnés Varda,
quien decidió darle justamente ese nombre: La felicidad (Le
bonheur). Aquí, como allí, una filosa idea parece avivar el fuego, y es
la que invita –nunca de manera explícita– a enlazar "familia tipo", "pareja
estable" y otros ideales socialmente impuestos con unas relaciones entre las
personas que terminan convirtiéndose en cáscaras vacías, órganos muertos. O
en el mejor de los casos, condenados.
Guillermo Ravaschino
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