Kelley Morse (Chris Klein) es todo un hijo de papá: excelente alumno de un colegio para
la clase alta, atlético, sano, alegre. Con motivo de su graduación, papá le regala un
auto deportivo, con el que Kelley fuga por las noches con sus amigos, en plan de
juerga. Como en el Gran Buenos Aires donde al lado de elegantes countries proliferan
las villas miseria, cerca del colegio amurallado hay un pueblito de indigentes. Y
cuando el protagonista y compañía entran en un bar, los ojos de Kelley se cruzan con una
mirada mucho más amistosa que todas las demás: la de la mesera Samantha (Leelee
Sobieski). A su novio Jasper (Josh Hartnett) esto no le cae nada bien, y se enfrascan en
una disputa que acaba con el bar incendiado. Kelley y Jasper son condenados a reconstruir
el local, mientras la familia del segundo hospeda al niño millonario. Y cuando este
vuelve a cruzarse con Samantha nace un amor shakespeareano, con los padres y el
entorno de cada cual oponiéndose a la relación.
Hasta este punto llegaría cualquier film del
género, sólo que aquí recién ha transcurrido media hora de proyección. Para lo que
resta, el director nos tiene preparadas varias sorpresas: suicidios, enfermedades
terminales, dolores inenarrables... que no corrompen la belleza impoluta y publicitaria de
las locaciones de Minnesotta, ni a los cuerpos esculturales de los protagonistas.
Asistimos al cine a ver historias muchas veces terribles, pero no pagamos para sufrir, ¿o
sí? Los agujeros más profundos del argumento (que está tan cerca de la realidad como
una obra conceptual de vanguardia) remiten a las películas pornográficas, en las que la
trama es apenas un pretexto para otros asuntos que tienen muy poco que ver con ella. Para
Samantha, el bosque al que corre a encontrarse cada tarde con su enamorado es "una
parte del cielo, aquí en la Tierra". Otras sedes celestiales son el bar,
adonde las parejas dejan grabados sus nombres sobre las paredes de madera, y la mansión
de Kelley durante un fin de semana en el que papá salió en viaje de negocios. Lástima
que muy pocas veces el film logra hacernos sentir parte de ese mundo. Todas las otras nos
convierte en víctimas de una especie de pornografía emocional.
Máximo Eseverri
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