Entre los aciertos de este formidable documental sobre los orígenes y la
consolidación del rock
argentino está el de hacerse cargo de lo amplio, aun difuso,
indefinible, de su tema. Este es un film que, para hablar del rock nacional,
cumple con lo que su gacetilla promete: transitar un universo que incluye
–entre muchas otras constelaciones– menesundas, happenings, beatniks,
wincofones, pelos (y bastones) largos, hippies, mersas, porros, minifaldas,
el instituto Di Tella y el cine Lorraine. La riqueza de los testimonios que
ha obtenido su director, guionista y montajista entona con su
destreza para el manejo del material de archivo. Estamos hablando
de Hernán Gaffet, en su segundo largometraje documental (el primero fue
Oscar Alemán, vida con swing, sobre el guitarrista homónimo) y a menos
de un mes y medio del estreno de su primer largometraje de ficción, que se
llama Ciudad en celo y ha tenido un recibimiento mucho menos caluroso
(incluso en estas páginas) que la película que nos ocupa ahora.
Más que la sobria locución en off de Lalo
Mir, lo que vertebra el viaje son los testimonios de primera mano, esto es:
de los que estuvieron ahí. Prolijamente fotografiados en 35
milímetros desfilan desde Pajarito Zaguri hasta Lito Nebbia, pasando por
Moris, Emilio del Guercio, Javier Martínez, Rodolfo García y Ricardo Soulé.
Y como para demostrar que no sólo de músicos está hecho el rock, ahí están
el letrista Pipo Lernoud y el periodista Miguel Grinberg, quienes desde la
cultura y las letras, pero sobre todo desde la poesía, se aproximaron al
fenómeno hasta fusionarse con él. El archivo aporta curiosidades, rarezas
(¿qué otra cosa es Billy Bond?) y, por supuesto, mucha época. Los
testimonios son doblemente valiosos: por lo sinceros, por lo precisos. Y han
sido editados de tal modo que parecen ir iluminando colectivamente (y por
momentos construyendo, casi como si lo hicieran por primera vez) los
hitos señeros del rock local: el rol efectivamente fundacional, amén de
congregacional, que tuvo el boliche La Cueva; la insuperable potencia de las
influencias cruzadas, o recíprocas, que ejercieron Tango, Moris, Lito
Nebbia, Miguel Abuelo y casi todos los pioneros entre sí; el empuje que, muy
por encima de tantas otras (aun mayores) composiciones, imprimieron esos dos
himnos-tanques del primer rock que fueron "La balsa" y "Ayer nomás".
Escuchar a Moris hoy, entonando en vivo este último, apenas
acompañado por su guitarra y muy suelto de cuerpo (mechando acordes en la
entrevista como si hablase/cantase para un amigo), es una de varias perlas
que obsequia esta producción. Cuyos protagonistas hacen que uno recuerde
otros jóvenes viejos (mucho más viejos, en rigor): los ancianos del Buena
Vista Social Club. Y sí: algo tendrá de sano, o de restaurador, el rock
–como el son cubano– si sus cultores, tras tantos años, gozan de una salud
afectiva e intelectual que supera la de los "expertos",
generalmente más jóvenes, que los diseccionan en las páginas de los diarios
y en los programas de tevé. ¡Y son tanto menos pretenciosos!
Argentina
Beat no es un documental "de tesis", sino de los que despliegan la mayor
cantidad posible de piezas para armar un rompecabezas... dejando que esta
última tarea corra por cuenta del espectador. Lo más probable es que al cabo
de sus 130 minutos (que por un lado se pasan volando, pero también parecen
muchos más por la cantidad y variedad del material incluido) usted no
consiga armar el puzzle, pero se llevará la sensación –que es emoción– de
haber presenciado uno de esos raros films que hablan en vivo y en directo de
cosas que pasaron hace 30 y 40 años pero que, por su espesor y
consecuencias, continúan ocurriendo en el presente. Hasta podríamos
considerar que el rock es apenas una excusa, o más exactamente una ventana,
de la que Argentina Beat se vale para hablarnos lisa y llanamente de
nosotros, de nuestra cultura, de nuestra generación.
Guillermo Ravaschino
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