Con apenas 17 abriles, Artemisia es una de las pintoras más talentosas de la comarca.
Qué digo de la comarca, del mundo. O mejor, de los viejos tiempos, ya que estamos ante un
relato vagamente apoyado pero apoyado al fin en Artemisia Gentileschi
(1593-1653), la primera artista plástica célebre que dio la Historia.
Ya de entrada se torna evidente que
Artemisia (Valentina Cervi) no se lleva con su época. Ella es curiosa, espontánea,
sensible, fresca (muy hermosa, además) y nada la apasiona como plasmar la belleza y el
sentido del mundo, sobre una tela con un pincel. La anatomía humana ocupa un lugar
central entre sus obsesiones plásticas. Artemisia es virgen. Y podrá vérsela seduciendo
a un inocente pescador de su edad para que se desnude frente a ella... sin otro afán que
trasladar a un papel la exacta conformación de sus huesos. Por ser mujer Artemisia no
puede vender sus cuadros ni ingresar en las prestigiosas academias artísticas que
florecen por Italia. Pero es hija de un exitoso pintor (ahí está Michel Serrault) al que
supera en inspiración. Y ese pintor firma por ella las obras que pagan los mecenas, con
lo que Artemisia crece como pintora viviendo de su talento y, al mismo tiempo,
ocultándolo. ¿Cómo decirlo? Una atmósfera machacona envuelve a este primer
tramo del relato. Los rasgos de la artista son delineados una y otra vez, como si se
hubiera buscado subrayarlos para mejor exprimir el contraste con la realeza, con la curia,
con los prejuicios y las tradiciones que la antagonizan. En este sentido, el film de
Agnès Merlet se suma a una ya demasiado larga lista de producciones que se abocan a poner
en escena prejuicios y tradiciones inmemoriales... pero parecen percibir que esas lacras
han sido superadas, o cuanto menos trastocadas, por el paso de los siglos. Que ni siquiera
expresan o lo hacen a duras penas a los males que envilecen al mundo
actual. Y entonces cargan las tintas. Fabulan, exageran.
Hay otra veta en Artemisia y
resulta bastante más interesante que la anterior. Comienza con la llegada de Agostino
Tassi (Miki Manojlovic), encumbrado maestro de la perspectiva que pasará una temporada en
la región pintando frescos por cuenta y orden del mismísimo Papa. Cierto es que la
grandeza y maestría de Agostino están algo infladas: no se imponen por sí
mismas sino a partir de los comentarios de terceros y de la exposición de principios
pictóricos en ese lenguaje infantil que Hollywood (no siempre bajo bandera
norteamericana) utiliza para vulgarizar las artes y las ciencias. Y que las primeras
charlas con la protagonista, signadas por el deslumbramiento de esa muchacha que quiere
convertirse en discípula, presentan instancias decididamente forzadas: Artemisia será
joven pero la sabemos consumada y cuesta creer que se declare literalmente incapaz de mirar
el mar... por el solo hecho de haberse acostumbrado a pintar en interiores. Pero la
llama del amor, destinada a crepitar entre ambos, se llevará los mejores instantes de la
película. Que son breves y pequeños: despojados de pretensiones, divorciados de alegatos
frágiles, beneficiados del cierto vuelo con que los actores ¡aligerados!
recrean la afinidad, la intimidad, los contactos, en fin, eso tan propio de los metejones
que se precian.
Una tercera veta se nutre de las
precedentes e irrumpe cuando los prejuicios y las moralinas apuntan... a la pareja. Tassi
es un hombre maduro, Artemisia una niña casi. Lo que derivará en largo entuerto
tribunalicio si es que los resabios de la Santa Inquisición pueden equipararse a
los tribunales cuyos detalles no conviene referir. Sépase, empero, que será el
film, más que los personajes, el que vuelva a la carga con gravosos, y por momentos
latosos, alegatos.
Guillermo Ravaschino
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