El director David Lipszyc (Volver, La
Rosales) y el solicitado Ricardo Piglia (¿cómo enumerar su currículum en pocas
líneas?) escribieron el guión que es adaptación de El astillero, tal vez el
título más conocido entre las novelas del uruguayo Juan Carlos Onetti, quien en los '60
compartió el boom de la narrativa latinoamericana. Sus historias transcurren en un pueblo
imaginario que es todos los pueblos de Uruguay o Argentina, cuyos habitantes sobreviven
entre el abandono, el tedio y la desesperanza. A ese sitio innombrado en la película
llega Larsen, personaje de otra obra de Onetti, en un intento por rehacer su vida. Allí
enamora a la hija del dueño del astillero en otra época fuente de trabajo del
lugar y consigue ser nombrado gerente general de una empresa fantasma. No sabemos si
es la ciega ambición de Larsen o su compulsivo deseo de seducción lo que le impide ver
la necedad de todas sus acciones, el sinsentido de su sometimiento.
Onetti luego Lipszyc elige el símbolo de la fábrica, en este caso el
astillero, para hablar de algo más amplio: la realidad nacional, el país en ruinas, la
desolación de un mundo en decadencia.
La película, de fuerte impronta teatral, está sostenida por sus actores, un elenco de
excepción: Norman Briski es un insuperable Petrus, el infame dueño del astillero;
Cristina Banegas compone una perfecta Josefina, el ama de llaves que se valdrá de Larsen
para apoderarse de los restos de la fortuna; el ubicuo Ulises Dumont hace un creíble
inspector de policía de pueblo. En tanto, Ricardo Bartís en el protagónico e Ingrid
Pellicori como la loca hija de Petrus resultan un tanto excedidos, con vicios de su
trabajo teatral.
Que los personajes resulten creíbles dentro de lo increíble del asunto es un logro en
el cine nacional. El problema radica en la historia. Los guionistas descartaron las
sutilezas de Onetti, sus verdades dichas a medias, o apenas insinuadas, y armaron una
trama desvahída, que se va complicando de manera poco clara para quien no ha leído la
novela. El resultado es un film complejo, árido, de difícil acceso.
La historia, tratada como un policial vagamente teatral e intemporal, está ambientada
en espacios cerrados, con decorados que señalan el estado de derrumbe de cada lugar. La
decadencia y sordidez están subrayadas por el vestuario, negro y deshilachado para casi
todos los personajes. La ambientación es tan surrealista como sugiere la novela, y
Lipszyc elige recortarla con predilección por los planos medios, mostrando escasos planos
generales. De esta manera, se recorta la realidad alrededor de la figura de Larsen, y se
elige contar la historia desde su punto de vista. A diferencia de lo que hizo en Plata
quemada, Piglia (¿o Lipszyc?) evita la referencia textual a la novela, y con la
única excepción final de la voz del propio Onetti, no hay aquí un narrador en off.
Lipszyc ha declarado que uno de los temas de su película es la búsqueda inútil de la
mujer ideal. Sin embargo, más obvia que esa disimulada búsqueda es el intento masculino
de afirmarse en el poder. Las mujeres de su película son putas, locas o manejadoras.