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EL ASTILLERO

Argentina, 2000


Dirigida por David Lipszyc, con
Ricardo Bartís, Norman Briski, Cristina Banegas, Ulises Dumont, Ingrid Pellicori.



Toda vez que se estrena una película basada en una obra literaria famosa, surge la polémica comparación entre su generadora y la reelaboración cinematográfica, la confrontación entre lo que hubo y lo que queda. Los estrenos de Plata quemada y El tiempo recobrado, por poner dos ejemplos sonantes, reavivaron el tema. Sin embargo, deslindemos: es ridículo comparar inocentemente dos obras que pertenecen a campos artísticos diferentes, y el cine hace rato ya que se ha independizado de su hermana más vieja, manejando códigos y modelos de representación absolutamente propios. Lo que sí podemos comparar es el tratamiento que se le dio a la historia y a los personajes, porque al fin de cuentas, son las historias literarias las que suelen atraer y tentar a los realizadores –y productores– del cine narrativo.

El director David Lipszyc (Volver, La Rosales) y el solicitado Ricardo Piglia (¿cómo enumerar su currículum en pocas líneas?) escribieron el guión que es adaptación de El astillero, tal vez el título más conocido entre las novelas del uruguayo Juan Carlos Onetti, quien en los '60 compartió el boom de la narrativa latinoamericana. Sus historias transcurren en un pueblo imaginario que es todos los pueblos de Uruguay o Argentina, cuyos habitantes sobreviven entre el abandono, el tedio y la desesperanza. A ese sitio innombrado en la película llega Larsen, personaje de otra obra de Onetti, en un intento por rehacer su vida. Allí enamora a la hija del dueño del astillero –en otra época fuente de trabajo del lugar– y consigue ser nombrado gerente general de una empresa fantasma. No sabemos si es la ciega ambición de Larsen o su compulsivo deseo de seducción lo que le impide ver la necedad de todas sus acciones, el sinsentido de su sometimiento.

Onetti –luego Lipszyc– elige el símbolo de la fábrica, en este caso el astillero, para hablar de algo más amplio: la realidad nacional, el país en ruinas, la desolación de un mundo en decadencia.

La película, de fuerte impronta teatral, está sostenida por sus actores, un elenco de excepción: Norman Briski es un insuperable Petrus, el infame dueño del astillero; Cristina Banegas compone una perfecta Josefina, el ama de llaves que se valdrá de Larsen para apoderarse de los restos de la fortuna; el ubicuo Ulises Dumont hace un creíble inspector de policía de pueblo. En tanto, Ricardo Bartís en el protagónico e Ingrid Pellicori como la loca hija de Petrus resultan un tanto excedidos, con vicios de su trabajo teatral.

Que los personajes resulten creíbles dentro de lo increíble del asunto es un logro en el cine nacional. El problema radica en la historia. Los guionistas descartaron las sutilezas de Onetti, sus verdades dichas a medias, o apenas insinuadas, y armaron una trama desvahída, que se va complicando de manera poco clara para quien no ha leído la novela. El resultado es un film complejo, árido, de difícil acceso.

La historia, tratada como un policial vagamente teatral e intemporal, está ambientada en espacios cerrados, con decorados que señalan el estado de derrumbe de cada lugar. La decadencia y sordidez están subrayadas por el vestuario, negro y deshilachado para casi todos los personajes. La ambientación es tan surrealista como sugiere la novela, y Lipszyc elige recortarla con predilección por los planos medios, mostrando escasos planos generales. De esta manera, se recorta la realidad alrededor de la figura de Larsen, y se elige contar la historia desde su punto de vista. A diferencia de lo que hizo en Plata quemada, Piglia (¿o Lipszyc?) evita la referencia textual a la novela, y con la única excepción final de la voz del propio Onetti, no hay aquí un narrador en off.

Lipszyc ha declarado que uno de los temas de su película es la búsqueda inútil de la mujer ideal. Sin embargo, más obvia que esa disimulada búsqueda es el intento masculino de afirmarse en el poder. Las mujeres de su película son putas, locas o manejadoras.

Josefina Sartora