Una de las poco recordadas ignominias de la
dictadura militar asesina que gobernó este país entre 1976 y 1983 es la
autopista que nombra a este documental: sobre el final de ese
período el régimen expulsó de sus hogares a cientos de familias porteñas a
lo largo de una traza de varios kilómetros, para demoler esas viviendas y
levantar en su lugar la AU3 o Autopista Central. El proyecto del tristemente
célebre Osvaldo Cacciatore, intendente de Buenos Aires por aquellos años, nunca llegó a concretarse, pero muchas
casas fueron demolidas, obligando a los expropiados, que habían sido
indemnizados con montos ridículamente bajos, a ir en busca de viviendas
mucho más modestas, a veces en el Gran Buenos Aires, cuando no a quedar
directamente en situación de calle. Con el tiempo, los baldíos y las
casas destruidas a medias se fueron convirtiendo en el botín de unos cuantos
actores sociales en disputa: familias de bajos recursos que llegaron –y
algunos expropiados que retornaron– para quedarse en calidad de okupas;
"vecinos bien", por ejemplo de Belgrano R, que nunca vieron con buenos ojos
semejante degeneración (léase: desmonetización) de sus respectivos barrios;
funcionarios de distintos gobiernos democráticos que lejos resolver
el tema lo han venido estirando, y en algunos casos agravando...
El documental de Alejandro
Hartmann tiene una genealogía extraña, que él mismo, en el diálogo con los
espectadores que se estableció al finalizar la proyección, detalló. Durante
mucho tiempo lo fascinó el paisaje: aquella inquietante geografía
conformada por los restos de edificaciones, graffitis, murales y otras
cicatrices fragmentadas de la vida previa; aquellas gigantescas máquinas
viales (protagonistas de esta historia en diferentes épocas, y no sólo bajo
Cacciatore) que cual impíos monstruos parecen capaces de tirar abajo
cualquier cosa que se les ponga delante. Esto podría haber dado lugar a un
(excelente) documental poético, pero con el tiempo Hartmann fue
ganado por la idea de meterse en un paisaje muy otro, que es el caldo social
del conflicto que describíamos más arriba.
El resultado es un
film que tiene poco del documental poético que no llegó a ser (algunas muy
buenas y sugestivas imágenes), y mucho del documental social convencional, o
si se quiere clásico, en el que las "cabezas parlantes" que comunican su opinión
a cámara son las que llevan adelante el relato. Esto no esta mal ni bien; es
una elección formal entre otras posibles, y en la ocasión se apoya en un
importante trabajo de investigación y producción que le da voz a los
actores sociales que habíamos enumerado. Han de saber
ustedes que ninguno de ellos ha quedado conforme: el
Estado (hoy con Mauricio Macri a la cabeza) porque todavía no consigue
expulsar a la chusma de la traza para lotearla a precios
internacionales, dando lugar a un nuevo negociado inmobiliario; los
okupas porque nadie les ofrece una salida digna, que sería en todo caso
–como mínimo– una vivienda digna; los vecinos de pretendida sangre azul
porque tienen que seguir conviviendo con esos otros que, además de no ser de
su estirpe, le bajan el precio a sus bienes raíces. El film da cuenta de
este malestar multipolar... pero a la vez parece condenarse a
meramente transmitirlo, transferirlo, contagiárselo al espectador.
Esta película
genera una mezcla bastante fuerte de angustia e impotencia que tiene que ver
con el criterio, o con la falta de un criterio, para ordenar y seleccionar
las voces. Funcionarios correctamente repugnantes, "soldados de Belgano R" y vecinos
brutamente discriminadores, a los que el
entrevistador no repregunta ni confronta casi nunca, obtienen el mismo
tiempo (y lo que es más importante, el mismo trato) que expropiados y
okupas. Yo sé, también se nota, que Hartmann no se identifica
exactamente con los funcionarios ni con los discriminadores. ¿Pero
qué razón había para darle a tanta gente tan abominable toda esa "vidriera",
todo ese tiempo de pantalla? En el film, y para el film, todos parecen estar
en el mismo plano. (La excepción que confirma la regla es el testimonio de
un joven ex pibe chorro y presidiario, que suena tan desgarrador,
emotivo, sincero, tan fuerte en suma, que se impone solo y funciona como un
pequeño drama por derecho propio.)
A mirar este escenario ayuda
el inesperado curso que adoptó la charla posterior a la proyección, al fin y
al cabo mucho más viva, movida y reveladora que las habituales. Cierta mujer
entrevistada por el film que se encontraba en la sala (creo que preside una
sociedad de fomento) le cuestionó a Hartmann haber reducido el
conflicto, convirtiéndolo en una especie de "Belgrano R vs. okupas"
que deja afuera nada menos que a todos los demás vecinos o propietarios de
clase media que no son refractarios, sino solidarios, con los de clase baja.
Algo de eso hay: se ven pocos solidarios y durante muy poco tiempo.
Pero la respuesta que a la objeción dio el director es la que arroja
verdadera luz. Hartmann contó que él mismo fue habitante de "la traza"
durante años, y que le costó tomar distancia porque se sentía tironeado por
las posiciones entre las que se polarizaba el conflicto: por un lado no
quería ver personas expulsadas de sus hogares, pero tampoco le simpatizaba
que todas esas almas de escasos recursos se instalasen justamente allí,
frente a sus narices, en su propio barrio. Bajo esta luz, el documental
poético nonato perfilaba la promesa de una fuga hacia el terreno de
la sublimación. El documental social ante el que finalmente estamos también
acusa una fuga, pero otra: la "clase media" que le falta a AU3 es en
realidad la persona, la mirada, del propio Hartmann. Que si se hubiese
definido o inclinado claramente hacia alguno de los campos en conflicto,
habría ordenado y jerarquizado de otro modo el material. Que aun sin
definirse, podría haber optado por mostrarse en su contradicción, en su
impotencia, en su angustia de partícipe, colocando su propio cuerpo,
convirtiendo su propia y tironeada voz en otro personaje más, acaso el
principal, de este relato. Pero no lo hizo.
Guillermo Ravaschino
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