El segundo
largometraje de Fabián Bielinsky se mueve de menor a mayor, y lo hace con
mejores armas cinematográficas que las de Nueve reinas, que le
proporcionara tanta fama (tanto aura) cinco años atrás. El guión, que vuelve
a ser de Bielinsky, ya no le salió de un tirón, y todas las etapas
ulteriores parecen haber sido el fruto de un trabajo más tortuoso, más
sufrido incluso, que el que demandó su ópera prima. Encontrar caminos nobles
suele requerir más tiempo, pero la recompensa es mucho mayor. La espera
valió la pena.
El
protagonista también vuelve a ser Ricardo Darín. Sólo que ahora está en la
piel de un personaje sin nombre, y esto tiene mucho que ver con su
naturaleza dramática: hasta cierto punto, podemos decir que esta criatura (a
la que llamaremos el taxidermista, en honor de su oficio de embalsamar
animales), en cuanto ser humano, virtualmente no existe. Carece de
afectividad, no expresa emociones, trabaja solo y así se lo ve: todo metido
para adentro. Si algo faltaba, es epiléptico. Y sufre periódicos ataques
que, aunque de muy otra manera, también bloquean su contacto con el mundo y
las personas. Su (poca) vida parece concentrada en la manía de imaginar
guiones, o más precisamente secuencias, de crímenes perfectos, a partir de
situaciones que la vida cotidiana pone frente a su obsesiva, meticulosa,
siempre alerta capacidad de observación. La secuencia inicial, que arranca
pisando los títulos, está acunada por una melodía clásica que recién
después, retrospectivamente, se revela proveniente de la propia acción: la
música que escuchábamos es
la música que él escucha mientras trabaja. Cuando el taxidermista
eleva el volumen para aislarse más (de su mujer, en este caso), el film
profundiza el ensayo identificatorio. Y eleva la apuesta.
El protagonista también comparte con nosotros, en cuanto espectadores, su condición de
voyeur: ese que espía (con la mente o con los ojos) vidas y situaciones
ajenas, e intuimos –si es que no sabemos ya– que más temprano que tarde,
como él, nos encontraremos espiando situaciones de índole criminal. Pero la
identificación recién empieza, dista mucho de haberse completado, y no
tendrá un ascenso lineal.
La
información discurre de diversos modos durante el primer tramo de El aura.
La
decisión del protagonista de embarcarse en una expedición de cacería junto a
otro taxidermista (un Alejandro Awada excesivamente despreciable), la
partida de su mujer, la puesta en escena de un primer asalto imaginario y la
secuencia de escenas que lo muestran una y otra vez sentado mirando a la
derecha (es decir en actitud pasiva, sin moverse –aun cuando es movido
por diversos medios de transporte– y a la espera de lo que pueda pasarle)
obedecen a unas tradiciones de muy buena cepa: escasas palabras, acciones e
imágenes certeras, oportunas ocurrencias de montaje.
Más de
un segmento, en cambio, flaquea por sonar notoria, y aun forzadamente,
encaminado justamente a eso: a pintarnos la psicología del personaje. Es el
caso de la conversación que precede al asalto imaginario (y ese plano
innecesario de las sacas de dinero: ¿a qué mostrar sus códigos si ya estaba
claro que el protagonista los recordaba perfectamente?), ciertas preguntas y
respuestas, la fundamentación hablada de la memoria espacial del
taxidermista –tanto o más extraordinaria que su capacidad especulativa– y
hasta la mismísima puesta en escena del ataque de epilepsia entre los
árboles, en la que tanto ruido (sonorización) termina suavizando
paradójicamente aquello que se buscaba retratar: el carácter aciago y
ominoso del acceso. Por cierto que a toda esta información había que darla,
para poder seguir de cerca todo lo que viene después (que no sólo es mucho,
sino lo más importante). Y en todo caso, valga como atenuante el hecho de
que más tarde, cuando el relato empiece a fluir pareja y portentosamente,
los recursos ya no evocarán al policial hollywoodense sino a las tradiciones
del film noir. Pero vayamos por partes.
(Es muy
difícil seguir analizando o criticando El aura sin incursionar en
datos argumentales relevantes. Y aunque revelaré lo menos posible, quedan
avisados: quienes no lo hayan visto quizá prefieran dejar aquí estas líneas,
para retomarlas luego de haber pasado por el cine.)
El
aura se reserva
dos puntos de inflexión fundamentales, el segundo de los cuales resultará
decisivo y, de algún modo, salvador.
El
primero sobreviene cuando un tiro furtivo y un cadáver ponen al taxidermista
en apuros, en medio de un bosque del Sur. Ya no puede limitarse a especular,
tiene que actuar... y empieza a hacerlo de a poco.
El disparo que
dispara todo tiene todo lo que debe tener, empezando por una intensa
carga de ambigüedad. ¿Se escapó ese tiro? ¿Fue tomado un hombre por un
ciervo? ¿Cedió el taxidermista al deseo inconsciente de probar que no es el
cobarde que su colega creía ver en él? Y por qué no: ¿no era acaso aquel
colega el destinatario del escopetazo? La cuestión es que el cadáver de
Carlos Dietrich, habitante oscuro del lugar, empezará a habitar al
protagonista, quien se entrega a averiguar primero, y luego a hacerse cargo
(como si los heredase) de los negocios turbios en los que se hallaba
involucrado el muerto. Es natural, encaja, complejiza y torna más atractiva
a la trama. Sin embargo, nuestro personaje no abandona aún del todo su
actitud pasiva, ya que sigue operando empujado por las circunstancias, como
dejándose llevar. Y eso sigue dificultando la identificación. Pero nos vamos
acercando.
El
segundo quiebre es más sutil y, al mismo tiempo, mucho más poderoso. Ocurre
cuando el taxidermista, luciendo la corbata y otros elementos de Dietrich,
enfila hacia un hotel-casino con el objetivo soterrado de que alguien lo
reconozca. Esto sí que es fuerte (aunque hace menos ruido), porque indica
que este hombre ha decidido hacerse ver. Pero el voyeur que se
muestra es también el espectador que se involucra, el pasivo que
actúa, el muerto en vida que empieza –porque ha decidido empezar– a ser
alguien. Y si se hace ver es para que lo identifiquen, cosa que ocurre
en la ficción pero también, y sobre todo, en la platea: lo identificamos...
nos identificamos con él. El aura, en este punto, empieza a moverse
vigorosamente. Quiso el destino que en este preciso instante apareciera en
escena una criatura igualmente vigorosa: el astuto veterano que
interpreta Jorge D'Elía (un formidable complemento de Darín, a la altura de
ese otro viejo memorable que fingía un espasmo en el hotel de Nueve
reinas).
Dicho
sea, y no de paso, que
este impulso protagónico del protagonista también presupone el principio del
fin, o el abandono tácito, de sus platónicos anhelos de perfección
imaginaria. Ser alguien implica riesgos, y seguros –pequeños o grandes–
fracasos. El film en su conjunto se beneficia de una decisión similar: ya no
importa tanto que todo "cierre", sino que todo fluya. Y el film se
ensucia (la sangre tiene algo que ver, por cierto), se imperfecciona...
¡pero cómo empieza a fluir!
Lo que
nos queda por delante es un brioso relato policial con emanaciones de film
noir. Que el film noir, al fin de cuentas, no es otra cosa que el terreno
que transitan tipos fracasados, malogrados, devaluados pero que, sin
embargo, todavía son capaces de hacer algo... algo que los hace más humanos,
algo con lo que nos identificamos, algo que nos permite que, pese a todo,
los sigamos considerando –o los empecemos a considerar– nuestros héroes. En
este sentido, y a la luz de lo que venía siendo (o por así decirlo, de lo
que venía no haciendo), cada módica conquista del taxidermista tendrá
un valor fundamental: la conversación que inicia con la chica (Dolores
Fonzi), la relación con ese perro (que le clava una mirada más humana que la
suya propia), ciertos escarceos con las armas que por torpes son mucho más
carnales aun, etc.
Sobre
la "vuelta de tuerca" del final (y las comillas valen porque puede serlo o
no, dependiendo de cómo sean leídas por el espectador aquellas
últimas imágenes), me pregunto si no está sencillamente de más. Si todo ha
sido una ensoñación queda sepultado ni más ni menos que aquello que nos
había identificado...
Es en
esta fase de la historia que el trabajo de Ricardo Darín justifica los
elogios unánimes que está cosechando. Y no porque antes estuviese mal, sino
porque no tenía la ocasión de empeñarse –de expresarse– a fondo.
Entre
las referencias (no llegan a ser citas) que despliega el film hay una que
evoca a Los sospechosos de siempre, cuando el taxidermista –cual
Keyser Soze redivivo– reconstruye improvisadamente frente a dos maleantes
los detalles de una operación criminal. Lo que hay que agradecerle a El
aura es la distancia que separa a la evocación del original: acá se
trata de una reconstrucción "en vivo y en directo", de cara al espectador, y
no, como aquélla, de una que lo burla (en función de los naipes de un guión
amañado) en su inevitable ingenuidad. Esta es también, entre muchas otras,
la distancia más notoria que separa a El aura de Nueve reinas.
Bienvenida sea.
Guillermo Ravaschino
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