Dos razones convierten a los primeros diez minutos de Austin Powers, el espía
seductor en lo mejor de esta secuela con la que Mike Myers (El mundo según Wayne)
está volviendo a dar la vuelta al mundo. La primera tiene que ver con la artística
de los títulos. A tono con la iconografía de los años '60, en los que está ambientada
buena parte de la historia, los créditos introductorios se pasean por la pantalla tapando
las partes pudendas del espía seductor, que deambula desnudo por diversos escenarios. El
efecto está muy bien, la música comulga y Myers, que entre otras cosas se pone a
parodiar las famosas coreografías acuáticas de Esther Williams, redondea un arranque
prometedor.
La segunda razón tiene que ver con los
chistes, o con la personalidad de los chistes. Esto vale para todo aquel que, como la
mayor parte de los argentinos, se asoma a la secuela sin haber visto el film original. Y
es que el humor de Austin Powers es relativamente atípico dentro del panorama del cine
contemporáneo. No recurre mayormente a la parodia de otros films o géneros. Los ecos de
la saga de James Bond, en todo caso, parecen estar allí para apuntalar el ambiente
sesentista. Y la cupé de Powers, ciertas cualidades del villano, los agentes
secundarios y todas esas escenas que transcurren en Inglaterra se benefician del
encanto y la fascinación que aún ejerce dicha época. Los gags, en tanto, no son tan
deudores de las tradiciones del slapstick (las cachetadas, los tortazos...) como
de la gestualidad del propio Myers. ¿En qué consiste, pues, esta gestualidad? En
bocadillos absurdos pronunciados con voz nasal, como de resfrío. En un narcisismo
socarrón, puntuado por risitas sobradoras que muestran unos dientes amarillos y deformes.
En torpes actos de heroísmo alegremente asumidos (ya que está claro que la vida y la
salud del héroe jamás correrán verdadero peligro) y que dejan en ridículo a los
enemigos. Un arsenal, en fin, capaz de sostener el interés durante algunos minutos.
Pero la artística concluye
con los títulos. Y el arsenal no va a renovarse de aquí en más, aunque el despliegue
escenográfico, prolijamente superproducido, distraerá seguramente al ojo en unos cuantos
tramos. La anécdota toma la posta de Austin Powers, International Man Of Mystery
(1997, mucho mejor que esta). Las cosas están así: el Dr. Malo, villano al que también encarna Myers, vuelve
de un largo destierro en el espacio al que lo confinó Powers y usa su máquina del tiempo para
regresar a los '60. Una vez allí, se alza con el mojo del protagonista,
que es algo así como la esencia de su carisma. Lo extrae del cuerpo de Powers, congelado
por el malo en algún momento del primer capítulo. Powers también viaja hacia atrás en
el tiempo, y oportunamente confrontarán.
La psicodelia está a la orden del día.
Cuarteles generales que remedan viejas series de TV, artefactos curvos, diseños
espiralados, pasos de baile, ropa y mucha música (incluidos referentes de la
"psicodelia" actual, como el tema American Woman de Lenny Kravitz), todo apunta
hacia los locos sixties. Que se esfuerzan por aparecer más cómicos que nunca,
aunque al final de la película podrían ser rebautizados como los diez años más tontos
de la historia.
Otros rasgos, otros gestos, se reiteran
tanto o más que los del propio Myers. Las beldades, encabezadas por la blonda y
ascendente Heather Graham (Juegos de placer), hacen las veces de adornos, cual si
fueran parte del mobiliario sesentista. Y son objeto de los inacabables chistes
"sexuales" gastados en más de un sentido por Powers. El más
insólito de cuyos poderes, dicho sea de paso, es la irresistible atracción que, feo como
es, despierta en las mujeres hermosas. En el humor a la Myers la escatología
desempeña un rol central. Escupidas, heces, flatos forman parte de un menú que se
expande en proporción inversa a las ideas a medida que avanza la trama. Un humor de trazo
grueso, primo hermano del de Beavis & Butthead, o del que ejercía Jim Carrey antes de
sacar diploma de sensato con The Truman Show. Hay un chiste medianamente
bueno cada cinco o seis. Los demás se estiran tanto que recuerdan a los machacones
parlamentos del personaje que lanzó a la fama a Myers, con lo que las bromas de Austin
Powers acaban pareciéndose demasiado a las de El mundo según Wayne.
Entre lo francamente penoso habría que
contabilizar el hecho de que la escatología y las humoradas hacen blanco creciente sobre
un par de criaturas que acusan deficiencias físicas. Se trata del fat bastard,
traducido como Gordo Hijopú, y de Minimí, un clon miniaturizado del Dr. Malo. El primero
es un tremendo obeso (al que anima Myers, pero tan caracterizado que nadie podría
reconocerlo) y el segundo un enano minúsculo, encarnado por Verne Troyer, que mide 75
centímetros dentro y fuera de la pantalla. El manco y el tullido faltaron a la cita, pero
esto no termina acá. Los deben haber reservado para la tercera entrega de la serie.
Guillermo Ravaschino
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