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AUSTIN POWERS, EL ESPIA SEDUCTOR
(The Spy Who Shagged Me)

Estados Unidos, 1999


Dirigida por Jay Roach, con Mike Myers, Heather Graham, Rob Lowe, Michael York, Elizabeth Hurley, Robert Wagner.



Dos razones convierten a los primeros diez minutos de Austin Powers, el espía seductor en lo mejor de esta secuela con la que Mike Myers (El mundo según Wayne) está volviendo a dar la vuelta al mundo. La primera tiene que ver con la artística de los títulos. A tono con la iconografía de los años '60, en los que está ambientada buena parte de la historia, los créditos introductorios se pasean por la pantalla tapando las partes pudendas del espía seductor, que deambula desnudo por diversos escenarios. El efecto está muy bien, la música comulga y Myers, que entre otras cosas se pone a parodiar las famosas coreografías acuáticas de Esther Williams, redondea un arranque prometedor.

La segunda razón tiene que ver con los chistes, o con la personalidad de los chistes. Esto vale para todo aquel que, como la mayor parte de los argentinos, se asoma a la secuela sin haber visto el film original. Y es que el humor de Austin Powers es relativamente atípico dentro del panorama del cine contemporáneo. No recurre mayormente a la parodia de otros films o géneros. Los ecos de la saga de James Bond, en todo caso, parecen estar allí para apuntalar el ambiente sesentista. Y la cupé de Powers, ciertas cualidades del villano, los agentes secundarios y todas esas escenas que transcurren en Inglaterra se benefician del encanto y la fascinación que aún ejerce dicha época. Los gags, en tanto, no son tan deudores de las tradiciones del slapstick (las cachetadas, los tortazos...) como de la gestualidad del propio Myers. ¿En qué consiste, pues, esta gestualidad? En bocadillos absurdos pronunciados con voz nasal, como de resfrío. En un narcisismo socarrón, puntuado por risitas sobradoras que muestran unos dientes amarillos y deformes. En torpes actos de heroísmo alegremente asumidos (ya que está claro que la vida y la salud del héroe jamás correrán verdadero peligro) y que dejan en ridículo a los enemigos. Un arsenal, en fin, capaz de sostener el interés durante algunos minutos.

Pero la artística concluye con los títulos. Y el arsenal no va a renovarse de aquí en más, aunque el despliegue escenográfico, prolijamente superproducido, distraerá seguramente al ojo en unos cuantos tramos. La anécdota toma la posta de Austin Powers, International Man Of Mystery (1997, mucho mejor que esta). Las cosas están así: el Dr. Malo, villano al que también encarna Myers, vuelve de un largo destierro en el espacio al que lo confinó Powers y usa su máquina del tiempo para regresar a los '60. Una vez allí, se alza con el mojo del protagonista, que es algo así como la esencia de su carisma. Lo extrae del cuerpo de Powers, congelado por el malo en algún momento del primer capítulo. Powers también viaja hacia atrás en el tiempo, y oportunamente confrontarán.

La psicodelia está a la orden del día. Cuarteles generales que remedan viejas series de TV, artefactos curvos, diseños espiralados, pasos de baile, ropa y mucha música (incluidos referentes de la "psicodelia" actual, como el tema American Woman de Lenny Kravitz), todo apunta hacia los locos sixties. Que se esfuerzan por aparecer más cómicos que nunca, aunque al final de la película podrían ser rebautizados como los diez años más tontos de la historia.

Otros rasgos, otros gestos, se reiteran tanto o más que los del propio Myers. Las beldades, encabezadas por la blonda y ascendente Heather Graham (Juegos de placer), hacen las veces de adornos, cual si fueran parte del mobiliario sesentista. Y son objeto de los inacabables chistes "sexuales" gastados –en más de un sentido– por Powers. El más insólito de cuyos poderes, dicho sea de paso, es la irresistible atracción que, feo como es, despierta en las mujeres hermosas. En el humor a la Myers la escatología desempeña un rol central. Escupidas, heces, flatos forman parte de un menú que se expande en proporción inversa a las ideas a medida que avanza la trama. Un humor de trazo grueso, primo hermano del de Beavis & Butthead, o del que ejercía Jim Carrey antes de sacar diploma de sensato con The Truman Show. Hay un chiste medianamente bueno cada cinco o seis. Los demás se estiran tanto que recuerdan a los machacones parlamentos del personaje que lanzó a la fama a Myers, con lo que las bromas de Austin Powers acaban pareciéndose demasiado a las de El mundo según Wayne.

Entre lo francamente penoso habría que contabilizar el hecho de que la escatología y las humoradas hacen blanco creciente sobre un par de criaturas que acusan deficiencias físicas. Se trata del fat bastard, traducido como Gordo Hijopú, y de Minimí, un clon miniaturizado del Dr. Malo. El primero es un tremendo obeso (al que anima Myers, pero tan caracterizado que nadie podría reconocerlo) y el segundo un enano minúsculo, encarnado por Verne Troyer, que mide 75 centímetros dentro y fuera de la pantalla. El manco y el tullido faltaron a la cita, pero esto no termina acá. Los deben haber reservado para la tercera entrega de la serie.

Guillermo Ravaschino