Ben
es un adolescente retraído que vive encerrado en su propio mundo. De chico,
sus padres lo llevaron a hacerse ver por médicos, que le diagnosticaron
“Síndrome de Asperger”, enfermedad que se asocia con lo que comúnmente se
conoce como autismo. Para Ben, el mundo exterior es un cerco hostil que no
lo entiende (sus padres, sus maestros) o directamente lo discrimina y
maltrata (muchos de sus compañeros de colegio). Su extremada inteligencia y
poder de observación de poco le sirven en el mundo real. Pero Ben encontró
una salida, una vía de escape, en el mundo virtual. Así, creó un alter-ego,
Ben X, un héroe que libra batallas en un juego con reminiscencias medievales
llamado Archlord. Su personaje juega junto a otro, una chica que se hace
llamar Scarlite, que es la única que lo valora y comprende y que no le deja
bajar los brazos y retirarse del juego (del virtual y, como luego veremos
también, del real).
La
puesta en escena nos sitúa atractivamente dentro de la cabeza de Ben, por lo
que muchos de los planos (visuales y sonoros) son subjetivos. El mundo para
Ben también es un campo de batalla, en el que debe alistarse, prepararse
como si de un avatar del Archlord se tratase, para enfrentarlo día tras día.
Imágenes virtuales y reales se complementan en varios pasajes de la
película. Y es entonces, cuando Ben interactúa con el mundo real, que se
convierte muchas veces en Ben X, mientras sus padres, maestros y compañeros
del colegio se convierten en otras figuras del juego que él juega todos los
días.
A pesar de ciertas irregularidades, la película casi nunca pierde el
interés. Y en el último tercio de su metraje, el director fuerza los códigos
de verosimilitud para ir más allá de una mera apuesta formal y decide, con
un sorprendente –y en una primera lectura apresurado, sensacionalista final–
jugar con la credibilidad del espectador manipulándolo sin resquemores. Ver
para creer.
Sergio Zadunaisky
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