| Dos películas 
    francesas estrenadas simultáneamente –un melodrama y una comedia– abordan 
    cuestiones de género como tema central.
 
    En Betty Fisher, el 
    personaje homónimo (Sandrine Kiberlain)
    es una exitosa escritora, madre joven sin marido, que en su niñez sufrió 
    los castigos físicos a los que la sometía su madre, desequilibrada 
    mentalmente a causa de una enfermedad en la sangre. Y de la sangre se ocupa 
    justamente este film, o más precisamente aun, de las distintas figuras que 
    adopta la maternidad. La muerte súbita de su hijo sume a Betty en una 
    depresión aguda, de la que su madre –cuyos problemas mentales le impiden 
    discriminar los límites– intenta rescatarla entregándole un niño que ha 
    robado en un barrio obrero. La realidad de este chico no es muy distinta de 
    la que imagina su abuela putativa: la madre 
    biológica, 
    trabajadora en un medio social donde la vida no es tan fácil como la de 
    Betty, se ocupaba muy poco de él, y su falta no la afligirá demasiado; era 
    un hijo no deseado, 
    una presencia molesta. El nuevo hijo tiene el mismo nombre que el hijo 
    muerto, y su condición de niño castigado facilitará que tanto Betty como él 
    acepten muy pronto las nuevas circunstancias. El film está basado en una 
    novela de Ruth Rendell, quien ya había inspirado otros melodramas combinados 
    con el thriller: La ceremonia, de Claude Chabrol, y Carne trémula, 
    de Pedro Almodóvar. 
    Claude Miller, 
    colaborador de Truffaut y Godard, indaga en su cine sobre las complejas 
    estructuras psicológicas, y sus observaciones suelen estar vinculadas con 
    las relaciones sociales y el encuentro de clases y los juegos de poder, como 
    sucedía en L´Accompagnatrice, 
    film que aquí se conoció como Preludio para un amor. Los niños son 
    habituales personajes de sus films, y en Clase de nieve había 
    abordado el tema de los hijos abusados. Su actitud hacia ellos no pasa por 
    la ternura o el sentimentalismo sino que su mirada es fría y distante, no 
    diferente de la que reciben los adultos. Aquí el 
    mensaje social es sumamente conservador: la madre 
    (que 
    ocasionalmente trafica con su cuerpo) 
    maltrata a su hijo y es capaz de venderlo a una burguesa que le brinda todo 
    su amor y la comodidad de las propiedades. Miller cuenta con el peso de dos 
    actrices enormes: las premiadas Nicole Garcia (excelente madre insoportable, 
    excesiva y mentalmente inestable) y Sandrine Kiberlain, también una actriz 
    notable, dueña de un variado registro para expresar una emocionalidad 
    cambiante, que va de la fragilidad a la determinación. 
    El director hace un particular uso del corte, parece no importarle tanto la 
    continuidad como el golpe de efecto, el vínculo entre las varias historias 
    que se entrelazan y el impacto en el espectador. 
    Betty Fisher 
    transcurre en los alrededores de París. En el centro, y en el corazón de la 
    comunidad sefardí, transcurren otras historias. 
    La verdad de los 
    hombres es la traducción local para La Vérité Si Je Mens 2, 
    secuela de una comedia exitosa, y viene precedida del mismo suceso de su 
    primera parte. En este caso también se abordan los temas de género, aunque 
    aquí se dan todos por el lado del machismo. Comedia de enredos entre un 
    grupo de amigos que parecen competir por la viveza masculina, el film peca 
    de sobreabundancia: de estereotipos, de chistes y –entre estos– de los que 
    apuestan a la aprobación fácil de los varones. Hay un playboy, hay un primo 
    pobre pero simpático (desopilante José García), un futuro suegro 
    millonario-pero-idiota al que engañar, un gerente de una cadena de 
    supermercados inescrupuloso y voraz, el marido infiel arrepentido y el padre 
    de familia y empresario honesto al que han estafado y busca desquitarse. ¿Y 
    las mujeres? En casa, como corresponde, teniendo hijos y preparando la 
    comida. Todo lo que Miller exploraba en la psicología femenina –las 
    distintas maneras de asumir la maternidad, la crueldad, la culpa, la 
    complicidad, la herencia, la locura– encuentra en esta película su 
    contracara: una galería de personajes masculinos dibujados con trazo grueso 
    y burdo, y un diccionario de lugares comunes sólo apto para machistas en 
    medio de enredos, trampas, mentiras y color local. 
    Pero, volviendo a 
    Miller, su pintura de la psicología de los hombres no es tan sutil como la 
    femenina. Relacionadas con la de Betty Fisher se tejen otras historias, como 
    lo indica el título original. Y ellas tienen que ver con los varones, que 
    también cumplen en el film un rol importante, aunque ninguno queda bien 
    parado: el padre del niño muerto es un oportunista; hay una trama secundaria 
    divertida, que funciona como anticlímax relajado, con otro vivillo torpe y 
    tramposo. El único que recibe una mirada benévola es el novio de la madre 
    robada, un inmigrante que es el único que quiere recuperar al niño, víctima 
    también él de los abusos del poder. Toda la fuerza de la primera mitad de 
    Betty Fisher empieza a diluirse con el agregado de demasiadas 
    coincidencias forzadas y un final que no mantiene la tensión psicológica y 
    dramática precedente. 
    El cine francés 
    parece querer revisar los temas de la masculinidad. A juzgar por estos 
    resultados, los hombres corren el riesgo de que suceda lo que en aquella 
    otra película: ¿Dónde están las mujeres? Que ellas desaparezcan. Josefina Sartora      
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