| Dan Myrick y Eduardo Sanchez tal vez estén ahora disfrutando de parte de
    los ciento cuarenta millones que recaudó aquella primera parte que dejaba a
    los ansiosos en ascuas (aunque dicen que de la torta sólo vieron un
    millón); enlistados en un proyecto de hacer una comedia romántica y
    divertidos con sus flamantes honorarios como productores ejecutivos de la
    secuela de El proyecto Blair Witch, su ópera prima, aquel proyecto
    que se abrió paso en la red de redes para terminar en góndolas varias en
    forma de muñequitos e historietas.
 No les vendría mal, a la luz de esta
    segunda parte, recordar alguna de las declaraciones que formularon a la
    prensa una vez convertidos en célebres pergeñadores de un fenómeno
    multimedial: "La gente se está dando cuenta de que el verdadero terror
    viene de la imaginación y no de ver cómo alguien le atraviesa la cabeza a
    una mina con un taladro. Es tu imaginación la que cree ver eso. Eso es
    mucho más poderoso". Se referían al misterio que rondaba el mito de
    Elly Kedwards, la famosa bruja de Blair que desfondaba niñitos pero de la
    que no aparecían más huellas que ramas entrecruzadas, cosas fuera de lugar
    y el sonido del bosque que parecía ser su primera trampa a la hora de jugar
    con los valientes Heather, Michael y Joshua. Desde luego que el pseudo
    documental dejaba afuera gran parte de toda la mitología que supieron crear
    Myrick y Sanchez junto a Ben Rock, un amigo y amante de lo oculto, y que la
    opera prima no se disfrutaba tanto fuera del contexto de las estrategias
    promocionales montadas en torno de la desaparición de esos estudiantes de
    cine mientras filmaban un documental sobre la bruja. Lo más interesante
    resultaba la idea de que una historia que pretendía colocarse entre la
    realidad y la ficción hiciera culto a un terror tan opresivo como desmedido
    en su minimalismo, solapado pero no por ello menos atractivo. Se esperaba una segunda parte más alejada de la cámara en mano, más
    madura pero cómplice con la anterior. Pero esto último sólo se nota de a
    ratos. Y cuando la cámara se mueve todo se parece a un videoclip. Y Myrick
    y Sanchez, ¿se acordarán de aquello que decían del terror? ¿No serán
    ellos mismos los fantasmas, ahí atrás, riéndose de todos nosotros
    mientras se gastan los billetes? Entretanto, Joe Berlinger, que es quien
    figura como director ahora, disfraza el asunto de histeria colectiva. Y nos
    muestra lo inmostrable, aquello que antes latía en el bosque pero no
    sólo eso, también las formas que tiene el Mal cuando se esconde en nuevas
    brujas del culto de Wicca, y las mañas con que opera la mala de Kedwards en
    la piel de cinco fanáticos del film que se van de safari a Burkittsville y
    terminan siendo sospechosos de otras tantas muertes. Y borra videotapes y
    anula cinco horas de la vida de un guía turístico, una bruja moderna, dos
    escritores y un/a gótico/a onliner que desconfiarán hasta de su
    propia sombra y tendrán flashes sangrientos cada dos segundos,
    invariablemente acompañados por la poco acompasada música de Marilyn
    Manson. Acrecentar la memorabilia de una marca brujeril. De eso se trata
    este negocio, esta película. Pero esto no se acaba acá. Ahora el dúo
    aspira a encargarse de la precuela, la historia de Kedwards. Y al
    decir de los muchachos, lo harán "al estilo del Barry Lyndon de
    Stanley Kubrick". ¡La que se nos viene! Karina Noriega       
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