La directora india Mira Nair se hizo conocer mundialmente tras la
      nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera de su primer
      largometraje, Salaam, Bombay! (1988). Tras ese auspicioso
      debut, realizó Mississippi Masala (1991) y Kamasutra
      (1996), todas estrenadas en la Argentina con muy buena respuesta de
      crítica y público. En este puñado de films, Nair mostraba su visión
      personal de la India, poniendo el acento en la convivencia entre
      tradición y modernidad, sin dejar de lado el pintoresquismo y el color
      local, que es sabido que venden muy bien en los países del mundo
      desarrollado.
      En La boda, encontramos esta tendencia llevada a su máxima
      expresión: la India de Nair es muy for export, en ella no existen
      los pobres, los marginados del sistema, los excluidos que mueren en las
      calles... nada de eso que tan fea impresión daría ante los ojos del
      mundo. Por el contrario, los personajes son ricos, vitales y parrandistas;
      las irrelevantes contrariedades que deban enfrentar para dar sustento a la
      trama serán resueltas con un simpático happy end, pleno de
      exotismo y jarana, que dejará a todos contentos cuando se enciendan las
      luces de la sala.
      La historia de La boda se centra en la familia Verma, miembros
      de la etnia Punjabi, una de las más importantes de las muchas que
      conviven en la India. Los Verma, cuyos prósperos integrantes andan
      dispersos por el mundo, se reúnen en Nueva Delhi para celebrar con una
      gran fiesta el casamiento de la joven Aditi. Todos están contentos y
      excitados con el acontecimiento... salvo la novia, ya que, de acuerdo con
      la tradición, recién conocerá unos días antes del casamiento al marido
      que para ella han elegido sus padres. Además, Aditi está enamorada de un
      hombre casado, al que ha entregado su virginidad, lo cual la coloca en una
      situación difícil de explicar a su futuro cónyuge...
      A este conflicto, que constituye el eje del film, se suman cuatro
      historias paralelas, protagonizadas por otros miembros de la familia, que
      la directora y su guionista, Sabrina Dhawan, logran ensamblar con cierta
      habilidad. El problema de La boda no pasa por lo formal, ya que, en
      su intento por asimilarse al cine mainstream americano, Nair ha
      cuidado mucho ese aspecto; lo terrible son los tópicos que inundan el
      film, los lugares comunes y las simplezas que lo atraviesan de punta a
      punta. La resolución de la historia del matrimonio de Aditi, por ejemplo,
      es previsible y poco sutil; el tema del abuso de menores, que sustenta
      otra de las líneas narrativas, está tratado muy por encima y suena
      bastante forzado dentro de la trama; por último, el romance entre el
      organizador de la fiesta de casamiento y la criada de la casa de los Verma
      es un compendio de cursilerías y en ningún momento transmite la emoción
      que, se supone, están sintiendo los personajes.
      Como si esto fuera poco, durante las largas dos horas de la película
      amenaza desatarse una fuerte tormenta de verano atraída por el viento
      monzón, la cual, por supuesto, estallará poco antes del final. La
      tórrida lluvia es utilizada para subrayar de forma pueril y burdamente
      alegórica la catarsis de los personajes, el festejo, la liberación.
      A los interesados en una visión de la India menos edulcorada y naïf
      que la propuesta por La boda, les recomiendo la visión de una gran
      película de Alain Corneau: Nocturno hindú (Nocturne Indien,
      1989). En este film sí aparece la India profunda, con todo su misterio
      ancestral y sus desgarradoras contradicciones. En las pelìculas globalizadas
      de Mira Nair, amigo espectador, no encontrará nada de eso.
      Ariel Leites