| El segundo largometraje de David Blaustein vuelve a ser un documental que bucea en la
    historia argentina reciente. Cazadores de utopías posaba su mirada en las
    ilusiones, convicciones y frustraciones de esos jóvenes a los que Juan Domingo Perón
    primero calificó de "maravillosos", y después de "idiotas": los
    Montoneros. Botín de guerra se concentra en una historia más reciente, la del
    nacimiento y crecimiento de la asociación Abuelas de Plaza de Mayo, junto al espantoso
    fenómeno socio-político que les dio razón de ser: la apropiación sistemática de los
    hijos de detenidos-desaparecidos por parte de la última dictadura militar. Que tras
    secuestrar, torturar y asesinar a los padres, daba a sus bebés en adopción a miembros y
    "amigos" del régimen.
 Por el lado
    técnico la factura de Botín de guerra es impecable. Se ve muy bien, se escucha
    perfectamente (y no es decir poco, habida cuenta de que casi todo es testimonio hablado) y
    el montaje, al que no le falta ritmo, traduce en imágenes los méritos de una prolija
    investigación. La historia de las Abuelas está expuesta con lujo de detalles. Y son esas
    mismas abuelas, hoy mucho más abuelas después de veinte años, las que
    vehiculizan la emoción. ¿Cómo no conmoverse ante el relato minucioso lo recuerdan
    cual si hubiera sucedido ayer de la incansable búsqueda de esos hijos de los hijos
    arrebatados por la dictadura? Desgarrador si los hay, el trámite de estas señoras
    abarcó y abarca numerosas batallas: detectar la ubicación del chico, hacer
    efectiva la denuncia, llevar a cabo la pelea legal. Y por supuesto, procurar establecer
    contacto humano con esa carne de su carne: hacerles conocer la verdadera historia,
    cruzando los dedos para que la crean... y las quieran. Más de sesenta, entre aquellos
    bebés, fueron efectivamente recuperados por las abuelas. Algunos de ellos, hoy
    convertidos en adolescentes, desfilan por la película demostrando que felizmente, aunque
    no sin conflicto, pudieron reencontrar su identidad. Más allá de la corrección técnica y de la
    emoción de los protagonistas reales, Botín de guerra no escapa a cierta rutina
    formal. O a ciertas previsibilidades. Como la de cargar más las tintas sobre el
    menemismo, que indultó a unos pocos cabecillas de uniforme, que sobre el radicalismo, que
    consagró la impunidad de miles de apropiadores, asesinos y torturadores. Es más: cierto
    discurso de Raúl Alfonsín que resultó particularmente irritante para el grueso de la
    ciudadanía democrática (ese que empezaba con "Felices Pascuas") fue inserto de
    tal modo que el pedacito que se escucha contradice su esencia. Botín de
    guerra vale tanto como la información genuina que transporta: la historia de las
    Abuelas, como la de la apropiación de bebés en la Argentina, debería ser conocida por
    todos, y bienvenida sea la película para aquellos que aún la ignoran. Los que conocen la historia tienen derecho a
    reclamarle al film algo más de actualidad. La premisa de Blaustein, por lo
    demás muy clara, no fue llorar muertes o tragedias como recuperar la gesta de estas
    ancianas vitales, admirablemente corajudas, y celebrar los encuentros que
    hicieron posibles. Pero la otra cara de la moneda, la de la impunidad, permanece un tanto
    soslayada. Y no hay identidad completa, como tampoco verdad o felicidad, en el reino de
    los crímenes impunes. El cierre de Botín de guerra, amenizado por una canción
    entera de Los Pericos (cuyo tono festivo es proverbial), no parece compartir del todo esta
    certeza. Guillermo Ravaschino
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