| Por alguna extraña razón, los críticos de cine de todo el mundo parecen haberse puesto
    de acuerdo para alabar esta oscura película de Frank Oz. Que no ofrece absolutamente nada
    nuevo bajo el cielo de la sátira y la parodia, lo que es decir ya que se trata de los
    rubros más gastados por las comedias americanas de las últimas dos décadas. Pero lo que
    cuesta creer es que algunos hayan visto una burla a Hollywood en este film que, buenos
    oficios de la productora Universal mediante, aplica puntillosamente las más penosas
    recetas que la gran industria ha decantado con el correr de los años.
 La superficie de Bowfinger
    tiene algo de Ed Wood (Tim Burton, 1994): nos hace acompañar a un director y
    productor de cine con poco dinero y menos talento, empeñado a muerte en concretar un
    film. Claro que a diferencia de Wood, Bobby Bowfinger (Steve Martin, también autor del
    guión) no es un apasionado del cine (y está claro que el "peor director de la
    historia" amaba el cine... más allá de que el cine que él amaba pueda ser odiado
    por nosotros). No. Bowfinger no va por la obra, ni siquiera por el producto, apenas por la
    producción. Quiere filmar y estrenar. Lo de Bowfinger es pura capacidad de trabajo puesta
    al servicio de la fama, el dinero, un lugar en la farándula o vaya a saber qué otra
    frivolidad vislumbrada tras el eventual estreno de su opera prima. Su modus operandi,
    sencillamente rufianesco, consiste en estafar a todo el mundo para salirse con la suya.
    Este hombre, pues, carece de todas esas pinceladas que hacían de Ed Wood un personaje
    querible. Y por el amor de Dios: es cualquier cosa menos una caricatura de los productores
    viles. Le faltan los millones (o los fluidos contactos con los que los tienen) que
    acuñan el poder de aquellos productores, y no ocupa otro sillón que el que comparte con
    su perro en una casa que se cae a pedazos. Algo, nunca sabremos qué, le ha hecho
    pensar a este hombre que el guión que le acercó un amigo es excelente. Se trata de una
    historia de ciencia ficción en la que los marcianos invaden la Tierra colados en
    grandes gotas de lluvia (interesante... ¿por qué no hay otra idea como esta en lo que
    dura el film?). Lo que más entusiasma a Bowfinger es la frase del final: "Gotcha
    Suckers!", algo así permítanme el boricua como "¡Los fregué
    mamones!". Las criaturas que secundan al protagonista en su patriada son hijas del
    trazo grueso: una actriz muy atildada (Christine Baranski sobreactuando la solemnidad
    "shakespeareana"), un actor vocacional enteramente torpe, un puñado de
    inmigrantes ilegales latinos, of course que están felices de
    trabajar gratuitamente, un doble de riesgo virtualmente espástico y una jovencita
    (Heather Graham) que es el más grande estereotipo de la beldad-idiota-trepadora-puta que
    se haya visto en mucho tiempo. El motor de la trama es el siguiente:
    para garantizar el estreno, Bowfinger necesita que el film esté protagonizado por Kit
    Ramsey (Eddie Murphy), el actor negro más cotizado del planeta. Pero a falta de la más
    mínima posibilidad de contratarlo, armará un esquema de rodaje que le permita filmar al
    astro sin que éste lo perciba. Hete que el astro está medio chiflado, es devoto de una
    secta (cuyo gurú le da ocasión a Terence Stamp de entregar uno de los pocos roles
    insulsos de su carrera) y teme una invasión marciana. De la combinación de estos
    módicos ingredientes surgen todos y cada uno de los gags, que no son más que dos o tres
    variantes de un mismo enredo repetidas ad infinitum. Con las secuencias pasa algo
    parecido, sólo cambian los decorados. Con los chistes, algo peor: son industriales,
    suenan como si hubieran sido escritos por una computadora... y encima huelen a viejo.
    Decididamente, una de las comedias más irritantes y perezosas del fin del milenio. Guillermo Ravaschino
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