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BUENOS AIRES PLATEADA

Argentina, 1999


Dirigida por Luis Barone, con Luis Luque, Rubén Stella, Norberto Díaz, Alejandro Awada, Manuel Callau, Carlos Perciavalle.



Esta es otra película argentina llena de lugares comunes... y algo más. Con ella, por ejemplo, se inaugura una nueva sala para el "otro cine". Con ella también llega un cúmulo de anécdotas cuyo jugo sobrepasa largamente al de la cinta, y hasta la vuelve de interés.

Con Buenos Aires plateada debuta la sala de proyección Visionario, ubicada en el entrepiso de la librería porteña Gandhi. La sala "estará consagrada a la programación de cine independiente nacional e internacional". Los mentores de la idea se nuclean en la productora Kaos, una cooperativa de trabajo que a acrisola a una generación ya madura de realizadores independientes: Luis Barone (el director de Buenos Aires plateada y de 24 Horas, algo está por explotar), Marcelo Schapces (realizador de Che, un hombre de este mundo y asistente en numerosas producciones locales), Mario Levin (Sotto Voce), el documentalista Eduardo Montes Bradley (responsable del mamarracho llamado El sekuestro, pero también de interesantes documentales sobre Osvaldo Soriano y Borges), el guionista y pequeño empresario Beto Asurey y el director de Tesoro mío, Sergio Bellotti.

Todos ellos comparten una idosincrasia, una amistad y –hasta cierto punto– un pasado político. Como los personajes de Buenos Aires plateada. Uno de ellos, Sushi Man (Luis Luque), tiene un sueño que empalma otro, algo más ambicioso, que había tenido en los setenta: realizó el capítulo inicial de una comprometida serie de televisión basada en su propia historia, y ahora quiere ponerlo en el aire. Para lograrlo busca el apoyo de dos viejos amigos, con los que compartió la militancia en el ayer. Hoy ellos ocupan importantes cargos en los medios y en el gobierno, y pueden darle el espaldarazo que su piloto, llamado también Buenos Aires plateada, necesita. Pero estos amigos tienen otros compromisos que son más fuertes que la tibia nostalgia de un sueño en común, y el piloto no los entusiasma tanto. (Primera "coincidencia": los miembros de Kaos también tienen a un amigo en el gobierno: Jorge Telerman, a cargo de la secretaría de Cultura de Buenos Aires, quien contribuyó para que, después de exhibir Buenos Aires plateada, Visionario se convierta en una de las sedes del Festival de Derechos Humanos y Medio Ambiente de Latinoamérica y el Caribe (DerHuMALC), realizado con un fuerte apoyo de la secretaría que preside.) Desesperado, el Sushi Man se juega: secundado por su mujer (Mausi Martínez), pone en escena ante sus ex-compañeros de ruta una historia en la que nada es como parece.

El film comienza con una frase de Jean Baudrillard: "El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no existe. El simulacro es verdadero". Esta sentencia es, de algún modo, el story line que engloba a la confusa historia que nos ocupa. Uno de los personajes afirma que el poder cambió: está en todos lados y en ninguno; lo único claro, dice, es que nada queda claro. Esta idea, cara al pensamiento más o menos académico de la década pasada, ha sido retomada aquí en clave generacional: por referencia a quienes militaron por un orden radicalmente distinto, se exiliaron o sobrevivieron trabajosamente al genocidio y hoy, curiosamente, están más enquistados que nunca en los resquicios del sistema que intentaron combatir.

En este punto, la expresión de Baudrillard recobra vigencia. Buenos Aires plateada es una mezcla de mentiras y verdades a medias. El piloto de televisión que Luque muestra a sus amigos es llamativamente realista. En él, los personajes se ven un poco más jóvenes, y extraña que una ficción dentro de otra (el piloto de TV dentro del largometraje) haya sido confeccionada con tanto esmero... ¡pero el piloto es real! Fue pensado y confeccionado por Luis Barone, el director de esta película, a comienzos de los '90. El casete yiró por canales y productoras, pero todos los ejecutivos mediáticos de aquel entonces le bajaron el pulgar. La idea de reciclar el material de Barone no tuvo inicialmente mucho eco entre sus compañeros, pero todos acabaron subiéndose al proyecto.

El resultado es una película que, a pesar de repetir uno por uno tantos vicios consabidos y esperables, no deja de resultar fresca, innovadora y descontracturada. Los caminos que confluyeron en su concreción no son convencionales, y eso parece haber inyectado vida a la realidad y la ficción de sus personajes y hacedores.

Por supuesto que el cinismo, que Barone tiene por una de sus principales armas creativas, convierte a algunos pasajes en momentos desagradables. Pero el director ha sabido manejar este costado en forma más profesional, más adulta que otras veces. Y cuando los realizadores se dejan sorprender o se animan a cualquier otra cosa que no sea mendigar un crédito o sucumbir ante el marketing, siempre queda algo para rescatar. En cada aventura cinematográfica se recupera un pedacito del espíritu de algunos grandes muertos, olvidados o desaparecidos (en este orden) como Alberto Fisherman, Hugo Santiago o Raymundo Gleyzer. Todo lo demás (Luque, Stella o Ziembrowski pronunciando los lugares comunes de siempre) ya ha sido tan –justamente– criticado que volver sobre el particular no amerita ni las pocas líneas que prolongarían este texto.

Máximo Eseverri