A continuación, reproducimos la crítica de Caché que
publicamos en ocasión de la cobertura del XXI Festival Internacional de Cine
de Mar del Plata en las páginas de CINEISMO.
Los festivales también
sirven, afortunadamente, para ver excelentes películas como esta última de
Michael Haneke, a quien pocas veces vemos en la lista de los estrenos
comerciales en Argentina. Caché fue una de las mejores
películas de este festival. Feroz e irritativo crítico de la sociedad
europea contemporánea, Haneke comparte con su compatriota escritora Elfriede
Jelinek la crudeza y la falta de compasión hacia los emergentes de un
sistema que consideran enfermo sin cura, aunque sus encarnizadas críticas
nunca caen en el maniqueísmo.
Hace
años que este director alemán filma en Francia. Daniel Auteuil y Juliette
Binoche componen una pareja de intelectuales –él presentador de un programa
literario en TV, ella editora de libros– que ven alterada su tranquila vida
burguesa al recibir unos videos de origen anónimo, que demuestran que están
siendo vigilados por alguien que conoce secretos del pasado de ambos.
Posteriormente, la llegada de unos dibujos ominosos convierte la situación
en una amenaza. Se desata entonces una paranoia que desespera a los
protagonistas –y al espectador– en un thriller que vira hacia el
planteo político y social. La situación límite pone al desnudo la mala
conciencia de la sociedad francesa hacia los inmigrantes sobre los que ha
aplicado los mecanismos del poder, en este caso un argelino a quien el
protagonista ha maltratado abusivamente en su infancia, borrando ese
recuerdo de su conciencia. En otra ocasión, un encuentro casual pone en
evidencia toda la agresividad del protagonista hacia los extranjeros. El
caso particular funciona como una parábola ética sobre el temor de la
Francia conservadora hacia un sector que ha quedado postergado, el temor a
una violencia que la misma sociedad ha gestado y sigue alimentando, aunque
prefiera no reconocerlo, ni recordarlo, ni hablar de su propia culpa.
Es muy
claro el contraste entre la vida satisfecha y organizada de esa familia
(Haneke ironiza sobre el consumo de cultura, con las paredes del comedor
cubiertas de libros uniformemente alineados, y videos inofensivos en otros
estantes) y la desarticulación –de ese orden– que empiezan a sentir. La
intrusión agresiva pone también en descubierto la fragilidad y los
desencuentros de esa familia: la desconfianza entre la pareja, la mentira y
la traición, y el progresivo alejamiento del hijo adolescente, encerrado en
un rencoroso mutismo.
El film
propone la falta de certidumbres, en los diversos planos. Esta se trasluce
en el estilo de Haneke, íntimamente implicado con la trama: sus habituales
planos largos fijos para cada escena reproducen el estilo de la cámara
sorpresa que espía a los protagonistas, de manera que el espectador nunca
sabe con certeza si lo que está viendo no está siendo filmado, en la
realidad de la ficción, por esa misma cámara; si es un film dentro
del film, o no lo es. Pocas veces el espectador puede tener semejante
evidencia de su condición de voyeur. Debo referirme al plano final, pues
pone en evidencia la resistencia de Haneke a dar respuestas; muy por el
contrario, y lejos de hacer concesiones, plantea interrogantes sobre el
lugar de la víctima y del victimario.
Josefina Sartora
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