Esta es la remake de un film de Norman Jewison protagonizado por Steve McQueen y Faye
Dunaway en 1968. Un título al que apenas se recuerda, y del peor modo: por su catarata de
split-screens, es decir pantallas divididas para mostrar dos o más acciones
simultáneamente. Un método que nació obsoleto y (hecha la excepción de Woodstock,
con ese verdadero collage de almas que parecía reclamarlo) nunca funcionó.
La que también nació obsoleta es la
fórmula que reúne a dos o más estrellas bajo la batuta de un director impersonal, al
servicio de un guión plagado de convencionalismos. No es que Pierce Brosnan esté mal.
Para el Thomas Crown del título, un magnate harto de ganar dinero que se impone el
desafío de robar un cuadro de Monet, a Brosnan le alcanza con su presencia, su apostura y
esas dosis de glamour que parecen trasplantadas del agente 007. Rene Russo es enviada por
la agencia de seguros para investigar el caso. Pero Catherine Banning quiere ser mucho
más que eso. Y el director John McTiernan (Duro de matar, La caza al Octubre
rojo) no se anda con sutilezas para demostrarlo. Siendo la última en llegar a esa
muy lustrosa sala del Metropolitan Museum en la que acaba de ocurrir el robo, Catherine
deducirá casi instantáneamente todos los detalles de la operación. El detective McCann
no puede creerlo (es más: el actor Denis Leary ha sido puesto allí para poner cara de
bobo ante cada descubrimiento del personaje de Russo). ¿Por qué habría de creerlo el
público?
El caso Thomas Crown es al
espectador lo que Catherine al detective. Aspira a dejarnos perplejos... pero nos toma por
bobos. Al rigor argumental, doblemente clave en una historia como ésta, elaborada en
torno de los refinados métodos de un ladrón, lo suple con utilería publicitaria. Nunca
se comprenderá, por caso, cómo aquella superwoman de las pólizas pone tan
alegremente en juego su carrera intimando con el sospechoso ante las narices de los
policías... que no desconfiarán jamás de ella, como lo hubiera hecho hasta el vigilante
de la esquina. ¿Pero qué importa? Un auténtico arsenal de fuegos de artificio viene a
socorrer a estas y otras catástrofes del guión. Podrá verse a Brosnan desafiar el
viento a bordo de un catamarán de 100 mil dólares, y apostar otros 100 mil en una
partida de golf. Podrá vérselos a ambos remontar los cielos en un bellísimo planeador
(seguramente por negligencia, nadie mencionó su costo) o sacudirse el estrés de Nueva
York en una cabaña paradisíaca a orillas del Caribe. El romance, insinuado ya desde el
primer encuentro, avanzará al amparo de frías copas de champán y lujosos ambientes en
donde los protagonistas se entregan a rebuscadas coreografías danzantes. El caso
Thomas Crown viene a confirmar una de las tendencias más escandalosas del cine
finisecular: la que tiende a desplazar las buenas artes del lenguaje fílmico en favor de
aquellas que permiten rodar un comercial de tarjetas de crédito.
El film de John McTiernan también nos
toma por indolentes. Vean si no: el robo del Monet involucra a un puñado de rusos
reclutados por el protagonista en Little Odessa. Lo que hizo Crown, literalmente, es
mandarlos al muere (claro que con la policía de los films americanos esto equivale a una
larga temporada en la prisión). Hete que Thomas, al cabo de muchas vueltas, no sólo
quedará en pie como un ladrón astuto, casi tierno, sino como un ser humano leal.
Antes de que caiga el telón, incluso, se las rebuscará para cerrar la brecha que lo
aparta de la legalidad retornando a sus genuinos dueños algo que nadie, en circunstancias
similares, devolvería. ¿Y los rusos? Ni Thomas Crown, ni los guionistas (que son dos),
ni la compañía productora se acordaron de estas pobres gentes. Y no es por
anticomunismo. Es porque valen menos, mucho menos de un millón.
Guillermo Ravaschino
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