Cautivos del amor arranca en un país indeterminado del Africa, al compás de una
canción que parece antigua, entonada por un nativo indeterminado al que le faltan unos
cuantos dientes. La iluminación y los encuadres son llamativamente prolijos. Y cuando no
lo son, se alimentan de una muy calculada desprolijidad. Lo mismo sucede con el montaje,
salpicado de cámaras lentas, pequeños saltos en el tamaño de los planos y tomas
cortadas en movimiento, que son las formas características de ciertos videoclips del
rubro "rock étnico" que dieron la vuelta al mundo varias veces. Esta especie de
desfase planea como un espectro sobre el film de Bernardo Bertolucci.En ese país del Africa reina un tirano igualmente
indeterminado, cuyos brutales esbirros meten preso a Winston, un maestro de escuela que
les explica a los niños las diferencias entre un "jefe" y un
"líder". Lo que nadie explica es por qué todos hablan en inglés, o cuál es
la razón de que los afiches del tirano estén escritos en ese mismo idioma. La
protagonista es Shandurai (Thandie Newton), esposa del maestro y muchacha rápida para los
mandados si las hay: detenido el hombre, hace sus valijas y vuela a Roma sin escalas.
Allí la espera la vieja casona en la que transcurrirá casi toda la película. Ella ocupa
el departamentito de abajo. En el de arriba, un compositor talentoso y enigmático llamado
Mr. Kinsky (David Thewlis) pasa sus horas aporreando el piano (cosa que hace de
maravillas). Y encuentra en Shandurai a la más bella, dulce y angelical empleada
doméstica por horas, de la que no tarda en enamorarse perdidamente. Sépase que a poco de
llegar ya tenemos a la bellísima Shandurai estudiando Medicina (¡y con qué promedios!),
hablando el italiano de corrido (inglés ya sabía, dado que es lengua oficial en el
Africa de Bertolucci), resaltando su figura con un vestuario variado y esplendoroso. No
sólo cabe preguntarse de dónde sacó la plata, sino ese gusto tan refinadamente europeo
que haría la envidia de la mismísima Naomi Campbell.
No estamos ante un film ridículo. Estas y otras
incongruencias están algo así como "amparadas" por la poesía, o si se quiere
el lirismo, con que la iluminación, los encuadres y el montaje puntúan a la narración.
Y la poesía no tiene la obligación de rendirle cuentas al realismo. Este es un film que
podría haber funcionado lo hace hasta cierto punto como la radiografía del
crecimiento de un amor. Pero Bertolucci (Ultimo tango en París, Novecento)
no supo o no quiso conformarse con eso. Y a los mentados "toques
sociopolíticos", siempre descolocados, hay que sumarles la afectada
"dignidad" que derramó sobre Shandurai, que a veces subraya el tono y otras se
despacha directamente a los gritos, como cuando le espeta al pobre Kinsky: "¿Qué
sabes tú del Africa?" (¿... y tú, Bertolucci?).
Así discurre Cautivos del amor. Entre el
Arte y el artificio, entre la belleza y su caricatura, entre los alegatos y la estampita
for export. La ameniza una exquisita partitura (disponible en CD) en la que impecables
versiones de Beethoven, Mozart y Bach se conjugan con el inspirado saxo de John Coltrane y
con una selección de afro-rocks por lo menos despampanante. Cerca del desenlace
el relato levanta vuelo sentimental. Demasiado cerca.
Guillermo Ravaschino
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