Celebrity encaja dentro de uno de los
tantos impulsos cinegrafistas de Woody Allen. Que comenzó con Todos dicen te
quiero en el 96 y tomó forma y vigor al año siguiente, con Los secretos de
Harry. Estos films nunca dejan de recurrir a esa forma particular del gag (no tanto
física pero sí gestual, y decididamente intelectual) que, junto con su inefable
fisonomía, hizo del artífice de Manhattan un fenómeno mundial. Pero no se
recuestan en esa fórmula por entero. No le deben todo, ni por mucho, a aquellos gags.
Aun así, y pienso en Celebrity,
el modo en que este tipo de ejercicios se consuman no huele a viejo ni a decadente ni a
chiste refritado. Unos cuantos críticos de acá y allá se quejaron de la inercia y la
amargura con que Allen se habría entregado a su propio reciclaje en este film. No es
cierto. Es posible que Woody, a la fecha del estreno, se haya mostrado un tanto pesimista.
O cansado. O desencantado. Puede ser que Allen Stewart Konigsberg no anduviese del todo
bien... ¡es su derecho! Pero no es el caso de Celebrity.
Al proverbial sarcasmo de Allen,
festejado en bloque por la clase media durante tanto tiempo, le faltaba un flanco. Es que
Woody nunca se las había agarrado del todo consigo mismo. No estoy omitiendo los
chistes idishes, que se gastaba en cuanto judío, ni las risas
exprimidas a partir de su torpeza especialmente en la primera época montada
en roles decididamente caricaturizados (como el caco de Robó, huyó...), ni su
obsesión hipocondríaca o su pánico existencial. Pero Allen se cuidaba de poner en
movimiento a su insatisfacción sexual y al egoísmo paranoico que deriva de
ella y, mucho más, de convertirla en motivo de risas. Antes bien, los enredos de
pareja solían derivar en menoscabos más o menos evidentes de sus eventuales partenaires.
Los secretos de Harry marcó un punto de inflexión. Harry es Allen, claro. Y la
mirada cruda, descarnada, empezó a posarse más que nunca en su pellejo. Ciertos secretos
saltaron por primera vez a la pantalla.
Celebrity es algo así como el
segundo movimiento. Allen va un poco más allá, completa el círculo. Y si bien es cierto
que no actúa acaso por pudor, o por una comprensible necesidad de distanciamiento,
no lo es menos que el shakespeareano, otrora latoso Kenneth Branagh funcionó tan bien
como alter ego que su versión de Allen es tan convincente como el original. Se sabe que
no se llevaron bien durante el rodaje. No era para menos: el pequeño le ordenó que se
limitara a hacerlo a él sin sacar los pies del plato. A regañadientes, pues,
Branagh entregó el mejor papel de su carrera, tal vez el primero plenamente libre de
grandilocuencias.
Por lo demás, Lee Simon (Branagh) no
deja de evocar al célebre Marcello Rubini de La dolce vita (Federico Fellini,
1960). Como a él, su rol de reportero lo pasea por las glorias y los fuegos fatuos del
mundillo. Periodista "de celebridades", tiene un asiento reservado en los
festines, se codea con las divas (ahí están Melanie Griffith y la supermodel Charlize
Theron), tiene visa a los eventos... pero nunca deja de desempeñar el papel de un triste
visitante. Es ajeno a la levedad farandulesca y, al mismo tiempo, incapaz de edificar su
propio ambiente (sugerido por el mismo atormentado afán de convertirse en escritor que
oprimía al personaje de Mastroianni). Las mujeres parecen destinadas a prolongar su
sinsabor. La excitación descontrolada lo lleva a paladear los escotes más codiciados
con los que a duras penas logra entablar una conversación elemental y se
queda con gusto a poco.
La esposa de Lee, Robin, una maestra
frustrada que es un manojo de nervios (quién si no Judy Davis), está en las antípodas
de las ricas-famosas que lo desvelan, como si el destino se hubiera empeñado en
atenazarlo entre dos polos enloquecedores. Robin tendrá quien la quiera (Joe Mantegna, un
tanto disfrazado de hombre perfecto). Los esfuerzos de esta dama por zafar de la
represión que arrastra desde su niñez conducen a la instancia más desopilante del film,
cuando se presenta en la casa de una puta... para tomar lecciones de fellatio. Y no deja
de ser un modo nuevo, más sutil en Allen, de reírse del psicoanálisis. El protagonista,
en cambio, saldrá corriendo antes de consolidar su relación con Bonnie (Famke Jansenn),
que es bonita, inteligente y algo así en un principio al menos como su
"candidata natural". Con el personaje de Winona Ryder no le va mejor, aunque es
ella la que fugará esta vez.
Se diría que Lee Simon no está a la
altura de sus deseos. Esa es su tragedia, su calvario. Le cuesta horrores ponerse
con la escritura, disciplinarse en su provecho. Y cada día, casi sin darse cuenta,
desayuna una modesta cuota de autodestrucción. Se diría que el mundillo (que es
su mundo pero también el que rodea a Allen y, en buena medida, el nuestro) no lo empuja
precisamente hacia la luz del sol. Woody se las arregló para hacer de todo esto una
comedia trágica, jamás un drama lacrimógeno.
Véala.
Guillermo Ravaschino
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