Las historias de mujeres que se
desnudan (públicamente) con fines benéficos no es nueva (esta misma semana,
en Recoleta, un grupo de chicas le puso el pecho al invierno “por la paz
mundial”): Demi Moore lo hizo en Striptease, embolsando millones de
dólares por intrepretar a una showgirl que luchaba por la manutención de su
hija. También Julia Roberts apelaba a lo suyo en Mujer bonita o
Erin Brockovich, sin dejar de ser una chica “común” (siendo a la vez –o
por eso– la novia de América, como lo fue Mary Pickford en los '20). Se
sabe: a Hollywood le gustan las estrellas que no dejan de ser chicas
comunes. Y también las chicas del montón que llegan a estrellas... sólo para
querer volver a ser chicas del montón: esa es precisamente la historia de
Nace una estrella (encarnada –también en la vida real– por Judy Garland,
entre otras. Marilyn Monroe no lo hizo, pero hubiera sido su mejor
papel...).
Todos estos circunloquios son
para (no) decir que no hay nada nuevo en Chicas de calendario, salvo
la supuesta originalidad de que quienes muestran sus comunes encantos son
señoras mayores (pero Jorge Polaco lo viene haciendo hace años...). En esta
película, un grupo de mujeres “maduras”, habitantes de un pintoresco
pueblito del norte de Inglaterra, buscan recaudar fondos para la lucha
contra la leucemia, y ven un filón en el calendario de uno de esos típicos
“Woman Institute” (dedicados a enseñar el arte de hacer puddings,
arreglos florales, tejidos de punto y repostería). En esa publicación suelen
aparecer puestas de sol o ramos de flores, pero ellas quieren hacer algo
que, sin dejar de ser “tradicional”, ofrezca un enfoque “revolucionario”:
detrás de los postres y los arreglos florales aparecerán ellas mismas...
desnudas. Adelantamos que, por este lado, la película es tan decepcionante
como las chicas de Recoleta.
Lo único que queda realmente
al descubierto en esta película es su dulzona pacatería, su amable
superficialidad. Lo que prometía ser una de esas notables comedias a las que
nos tiene acostumbrado el cine inglés pierde demasiado pronto su frescura
inicial, y al promediar ya se vuelve una historia morosa, reiterativa, que
acumula paisajes y situaciones que atentan contra su eficacia. Eso sucede
precisamente cuando Hollywood empieza a formar parte de la trama, y todo
sucumbe a la autorreferencialidad: al igual que en la “vida real”, las
chicas venden su historia a la meca del cine, y el objetivo benéfico se
convierte en puro afán de lucro.
Se ha dicho que esta película
es la versión femenina de The Full Monty (no cabe duda de que esa era
la intención de los productores): pero “hombres-que-
se-desnudan-para-parar-la-olla” no es igual a “mujeres-que
se-desnudan-por-caridad”, así como no es lo mismo reaccionar ante el
desempleo que ante la monotonía pueblerina... En este caso, la comedia de
costumbres ha sido reemplazada por las (peores) costumbres de la comedia.
Algo similar a lo que ocurrió con El quinteto de la muerte (también
con producción de Disney).
Las fórmulas reemplazan la
creatividad, y así (a pesar de algunos aciertos ocasionales) la película se
rinde al altar de la medianía: ni siquiera las buenas actuaciones logran
salvar un guión que no quiere ser otra cosa que una de esas típicas comedias
dramáticas con ostentoso elenco femenino (en el estilo de Flores de acero),
con las que el cine y el teatro vienen castigándonos en los últimos años.
Sumémosle a eso la aparente garantía de estar “basada en hechos reales” y la
tendencia a abusar del color local, y tendremos la película perfecta…
para la mente de un arquetípico productor hollywoodiano. Si algo la salva es
lo poco que queda de la gran tradición de la comedia británica (a la que
hacen honor actrices como Helen Mirren y Julie Walters), pero no alcanza;
una vez mas, Hollywood echó todo a perder. Y esto lo sabe hasta el propio
film, que vuelve a dejar a las “chicas” en ese pueblo del que nunca deberían
haber salido.
De eso se trata, entonces,
este “canto a la mujer madura que descubre que nunca es tarde para romper
(por un instante) con la monotonía”. Cosa que la película también consigue…
aunque por un instante aun más fugaz.
Nicolás Prividera
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