Divina Gloria está drogada y acuchilla gente. Déborah del Corral se
arrastra herida y riega el piso con su sangre. Iván González, pantalones
bajos y brazos atados, es azotado por Victoria Onetto desnuda. No. Estas
imágenes no pertenecen a las pesadillas de un beodo obsesionado con
personajes de la farándula venidos a menos. Son escenas de la película Chicos
ricos y brindan algunas pistas para identificar dos de sus elementos
principales: la perversión y la violencia. Una violencia exagerada, una
exacerbación de lo horrible que sólo encuentra justificación en la
poca habilidad del director, Mariano Galperín, para salir con dignidad de
los embrollos en los que aquí se mete. La idea ya fue desarrollada de
muchas y mejores maneras por el cine local y extranjero: la hipocresía en
la que vive, y la impunidad con la que opera, la "clase alta".
La película, filmada con una estética publicitaria, comienza cuando
Andy y Tomás, publicistas, jóvenes y asociados (Pepe Monje e Iván
González), reciben un premio por su labor. Exaltados por el acontecimiento,
deciden organizar un festejo. La mansión de Andy es el lugar elegido para
despilfarrar alcohol, drogas y perversiones sexuales.
Las primeras invitadas que arriban son las chicas: una puta fina
(Onetto), vieja conocida de ambos, junto a una joven atractiva y confundida
(del Corral). Rato después, cuando se empieza a animar el jolgorio y como
respuesta a un pedido telefónico de Andy, llega el paranoico Tucán (Divina
Gloria), portador de cocaína, ácidos y otras yerbas. Hasta ese momento
todo funciona a la perfección, nada ensombrece el futuro de la merecida
fiestita íntima de los chicos.
Sin embargo, sin invitación, una estúpida pareja de ladronzuelos tiene
la mala idea de tocar a la puerta de ese paraíso de riqueza, que se les
tornará en infierno. Los rateros (en realidad padre e hijo, acorralados por
una deuda) amenazan a Andy con un arma y logran que les entregue unos pocos
miles de pesos. Pero cuando intentan escapar con el dinero, notan a un
patrullero estacionado frente a la mansión. No les queda otra que esperar
que se vaya. Pero las horas pasan, y la ingenua prepotencia de los humildes
ladrones va siendo socavada por su propio asombro ante la opulencia y el
derroche que los rodea. En cierto punto (al que el film arriba sin haber
redondeado una mínimamente respetable tensión dramática), la situación
da un vuelco muy notorio que no vamos a revelar.
Antes de eso, y en paralelo, mientras ladrones, publicistas y puta
"entran en confianza", en otro lugar de la mansión la sangre ya
corre de lo lindo. Divina Gloria, acosada por su manía persecutoria, decide
consumir toda la droga que trae encima. Poco después, las alucinaciones la
desbordan. Recorre la casa con un cuchillo buscando a sus enemigos
imaginarios y al abrir una puerta, ataca. Con precisión
"hollywoodense", practica un corte en la garganta de Del Corral
condenándola, de ahí en adelante, a arrastrarse durante toda la película
para conseguir ayuda.
El guión de Chicos ricos es rebuscado y carente por donde
se lo mire. Lo inverosímil, lo exagerado sin sustento argumental, lo
contradictorio (sobre todo en el manejo de los tiempos dramáticos) y lo
estereotipado de los personajes (incluidos los vecinos que nunca aparecen) y
las situaciones lo convierten en una especie de juego en el que no parece
importar ni pesar lo que se nos cuenta sino la intención de impresionar y
escandalizar a cualquier precio. Pero esto no equivale a transgredir ni a
innovar.
Sin hilar demasiado fino, cabría preguntarse: ¿cuáles son las drogas
que consumió Divina Gloria? ¿Quién concibió esos efectos alla Ed
Wood, infantiles y ridículos a la hora de mostrar el estado alucinatorio de
un personaje e intentar transmitírselo al espectador? ¿Hay alguna razón,
más allá de las comercialmente obvias, para tantos desnudos de
Victoria Onetto?
Exceptuando a Sebastián Borenzstein y su compañero, los policías que
aportan los únicos momentos simpáticos del film, y a Martín Ajdemian, las
actuaciones resultan deplorables. En definitiva, Chicos ricos no es
otra cosa que una variación del cantito que Galperín ya entonó en 1000
Boomerangs. Sólo que acá suena más desafinado.