Hace
tiempo que a Hollywood le faltan ideas. Pero a Estados Unidos le sobran
comics. La ecuación cierra perfectamente, y así vemos desfilar adaptaciones
de novelas gráficas. Algunas buenas, otras fallidas, y otras, ansiosa y
temerosamente esperadas. La ciudad del pecado (por "Sin City") es una
de éstas. Creación de Frank Miller, quien renovó el mundo de las historietas
para adultos (e imprimió nuevos bríos al alicaído hombre-murciélago) con las
ya clásicas "El regreso del señor de la noche" y "Batman: año uno".
La película
que se presentó en competencia en el Festival de Cannes de este año es,
además de un traslado casi fiel del papel (haciendo funcionar al cómic como
un storyboard) –que agradecerán los fanáticos– a la pantalla grande,
un divertimento genuino y artístico, que logra sortear la dificultad que
semejante empresa supone. La codirigieron Miller y Robert Rodríguez, con la
participación especial de Quentin Tarantino, quien filmó la escena del auto
entre Dwight (Clive Owen) y Jackie Boy (Benicio del Toro).
Enmarcadas por
un prólogo ("El cliente siempre tiene la razón") y un desenlace, las
historias narradas son tres: "That Yellow Bastard", "The Big Fat Kill" y
"The Hard Goodbye". La de John Hartigan (Bruce Willis), el último policía
honesto, que antes de pasar a retiro pretende resolver un caso que le quema
las manos y la conciencia: rescatar a una niña de once años de las garras de
un pervertido abusador, Roark Jr. (Nick Stahl), hijo del senador más
poderoso e influyente de la ciudad. La de Dwight y las chicas de la Ciudad
Vieja, con Gail (Rosario Dawson) a la cabeza, defendiendo la autonomía que
han conseguido en su territorio y que se ve amenazada por una trampa
finamente urdida. Y la de Marv (Mickey Rourke), un ex convicto que jura
vengar la muerte de Goldie (Jaime King), la prostituta de lujo que supo
ofrecerle una noche de amor casi verdadero.
Recuperando la
estética de los films de gangsters de los '40 y '50 y las pulp fiction
de la cultura popular yanqui, ese mundo sin tiempo donde impera la
corrupción más absoluta y la violencia sin medida, donde la traición y la
mentira se han adueñado de todo, encuentra en el noir el traje que
mejor le sienta. Un mundo de impermeables y lluvia (de agua, de balas y de
sangre). De medias de red y ligas, de mujeres fatales, bellísimas y fuertes.
De hombres rudos desolados, matones de poca monta y policías vendidos, de
clérigos de poca fe, de políticos todopoderosos y justicia comprada, de
turbios negociados y bajos fondos.
La ciudad del
pecado
está filmada en blanco y negro, con claroscuros que son más que
colores, trabajando las luces y las sombras como en el papel que les dio
origen y otorgando, a la vez, a las figuras una carnadura asombrosa.
Aprovechando ciertos toques coloristas para realzar el efecto: la sangre
blanca que casi siempre sale a raudales, el amarillo del cobarde bastardo,
el rojo del vestido de la primera mujer que vemos. Narrada ágilmente
(alternando diálogos precisos y voces en off que no duplican lo
mostrado) y con efectos especiales que se ensamblan tan perfectamente con el
aporte humano que sorprende saber que la mayor parte de lo expuesto no es
más que un truco digital: los actores debieron desarrollaron sus roles
frente a una pantalla verde y, algunas veces, hasta tuvieron que imaginar a
los personajes con los que interactuaban ya que estos ni siquiera se
hallaban en el set.
La decisión de
no menguar en nada la violencia de los cómics originales puede provocar
reparos. Algo de las formas tarantinescas puestas en uso en Kill
Bill parece haber abierto la brecha de una "violencia estilizada", que
aquí no pierde un ápice de su potencia revulsiva y sádica, sin excederse,
sin embargo, en el morbo o el mal gusto. Lejos del gore.
Un equipo de
actores logra apropiarse de los personajes y ayuda a creer en estos
(anti)héroes y (anti)heroínas que caminan, al filo de la navaja de la ley y
el orden impuestos, buscando menos un mundo más justo que seguir rodando en
una caída ya imparable. "Tenemos que matar hasta la última de esas jodidas
ratas... no porque el mundo será mejor. No hay nada justiciero o noble en
esto. Hemos de matarlos porque necesitamos que estén muertos." Se lucen
Owen, Dawson, Alexis Bledel (Becky), Carla Gugino (Lucille), Del Toro, King,
Willis y, muy especialmente –en la consabida recuperación de estrellas en
eclipse que parecen practicar todos estos directores– Mickey Rourke. Los
apoya un gran trabajo en los rubros de maquillaje y vestuario.
No está de más
remarcar que dentro del género algunas elecciones asumidas permiten observar
cierta ruptura de los estereotipos, o de lo esperable: femmes fatales
que no lo son, héroes mortales y supuestos happy endings que en el
fondo no funcionan como tales. El film invita a pensar en esos marginales
(subnormales, putas, viejos, etc.) que enfrentan a los poderosos en una
extraña batalla entre el Bien y el Mal y que, a pesar de matar o morir,
pueden considerarse victoriosos ampliando, de alguna forma, un campo ético
en constante reducción.
Quizás haya
que reprocharle a la traslación cierta débil mostración del encadenamiento
de los episodios (la propia resolución episódica tampoco resulta del todo
fluida), que no llega a dar cuenta de la interrelación central que conecta a
estas historias como parte del mundo particular que "Sin City" ha sabido
construir. Personajes que vuelven después de su muerte denotan cruces
temporales y espaciales que en el comic aparecían más trabajados y en la
pantalla pueden llegar a confundir.
De todas formas, un espectáculo en grande, un divertimento garantizado, sin
moralismos ni moralina patinada de corrección política. La ciudad del
pecado abrió sus puertas y promete no cerrarlas por un buen tiempo.
Asomarse a sus calles y conocer sus habitantes es todo un desafío que vale
la pena.
Javier Luzi
|