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LA CIUDAD DEL PECADO
(Sin City)

Estados Unidos, 2005



Dirigida por Frank Miller, Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, con Bruce Willis, Jessica Alba, Rosario Dawson, Benicio del Toro, Mickey Rourke.



Hace tiempo que a Hollywood le faltan ideas. Pero a Estados Unidos le sobran comics. La ecuación cierra perfectamente, y así vemos desfilar adaptaciones de novelas gráficas. Algunas buenas, otras fallidas, y otras, ansiosa y temerosamente esperadas. La ciudad del pecado (por "Sin City") es una de éstas. Creación de Frank Miller, quien renovó el mundo de las historietas para adultos (e imprimió nuevos bríos al alicaído hombre-murciélago) con las ya clásicas "El regreso del señor de la noche" y "Batman: año uno".

La película que se presentó en competencia en el Festival de Cannes de este año es, además de un traslado casi fiel del papel (haciendo funcionar al cómic como un storyboard) –que agradecerán los fanáticos– a la pantalla grande, un divertimento genuino y artístico, que logra sortear la dificultad que semejante empresa supone. La codirigieron Miller y Robert Rodríguez, con la participación especial de Quentin Tarantino, quien filmó la escena del auto entre Dwight (Clive Owen) y Jackie Boy (Benicio del Toro).

Enmarcadas por un prólogo ("El cliente siempre tiene la razón") y un desenlace, las historias narradas son tres: "That Yellow Bastard", "The Big Fat Kill" y "The Hard Goodbye". La de John Hartigan (Bruce Willis), el último policía honesto, que antes de pasar a retiro pretende resolver un caso que le quema las manos y la conciencia: rescatar a una niña de once años de las garras de un pervertido abusador, Roark Jr. (Nick Stahl), hijo del senador más poderoso e influyente de la ciudad. La de Dwight y las chicas de la Ciudad Vieja, con Gail (Rosario Dawson) a la cabeza, defendiendo la autonomía que han conseguido en su territorio y que se ve amenazada por una trampa finamente urdida. Y la de Marv (Mickey Rourke), un ex convicto que jura vengar la muerte de Goldie (Jaime King), la prostituta de lujo que supo ofrecerle una noche de amor casi verdadero.

Recuperando la estética de los films de gangsters de los '40 y '50 y las pulp fiction de la cultura popular yanqui, ese mundo sin tiempo donde impera la corrupción más absoluta y la violencia sin medida, donde la traición y la mentira se han adueñado de todo, encuentra en el noir el traje que mejor le sienta. Un mundo de impermeables y lluvia (de agua, de balas y de sangre). De medias de red y ligas, de mujeres fatales, bellísimas y fuertes. De hombres rudos desolados, matones de poca monta y policías vendidos, de clérigos de poca fe, de políticos todopoderosos y justicia comprada, de turbios negociados y bajos fondos.

La ciudad del pecado está filmada en blanco y negro, con claroscuros que son más que colores, trabajando las luces y las sombras como en el papel que les dio origen y otorgando, a la vez, a las figuras una carnadura asombrosa. Aprovechando ciertos toques coloristas para realzar el efecto: la sangre blanca que casi siempre sale a raudales, el amarillo del cobarde bastardo, el rojo del vestido de la primera mujer que vemos. Narrada ágilmente (alternando diálogos precisos y voces en off que no duplican lo mostrado) y con efectos especiales que se ensamblan tan perfectamente con el aporte humano que sorprende saber que la mayor parte de lo expuesto no es más que un truco digital: los actores debieron desarrollaron sus roles frente a una pantalla verde y, algunas veces, hasta tuvieron que imaginar a los personajes con los que interactuaban ya que estos ni siquiera se hallaban en el set.

La decisión de no menguar en nada la violencia de los cómics originales puede provocar reparos. Algo de las formas tarantinescas puestas en uso en Kill Bill parece haber abierto la brecha de una "violencia estilizada", que aquí no pierde un ápice de su potencia revulsiva y sádica, sin excederse, sin embargo, en el morbo o el mal gusto. Lejos del gore.

Un equipo de actores logra apropiarse de los personajes y ayuda a creer en estos (anti)héroes y (anti)heroínas que caminan, al filo de la navaja de la ley y el orden impuestos, buscando menos un mundo más justo que seguir rodando en una caída ya imparable. "Tenemos que matar hasta la última de esas jodidas ratas... no porque el mundo será mejor. No hay nada justiciero o noble en esto. Hemos de matarlos porque necesitamos que estén muertos." Se lucen Owen, Dawson, Alexis Bledel (Becky), Carla Gugino (Lucille), Del Toro, King, Willis y, muy especialmente –en la consabida recuperación de estrellas en eclipse que parecen practicar todos estos directores– Mickey Rourke. Los apoya un gran trabajo en los rubros de maquillaje y vestuario.

No está de más remarcar que dentro del género algunas elecciones asumidas permiten observar cierta ruptura de los estereotipos, o de lo esperable: femmes fatales que no lo son, héroes mortales y supuestos happy endings que en el fondo no funcionan como tales. El film invita a pensar en esos marginales (subnormales, putas, viejos, etc.) que enfrentan a los poderosos en una extraña batalla entre el Bien y el Mal y que, a pesar de matar o morir, pueden considerarse victoriosos ampliando, de alguna forma, un campo ético en constante reducción.

Quizás haya que reprocharle a la traslación cierta débil mostración del encadenamiento de los episodios (la propia resolución episódica tampoco resulta del todo fluida), que no llega a dar cuenta de la interrelación central que conecta a estas historias como parte del mundo particular que "Sin City" ha sabido construir. Personajes que vuelven después de su muerte denotan cruces temporales y espaciales que en el comic aparecían más trabajados y en la pantalla pueden llegar a confundir.

De todas formas, un espectáculo en grande, un divertimento garantizado, sin moralismos ni moralina patinada de corrección política. La ciudad del pecado abrió sus puertas y promete no cerrarlas por un buen tiempo. Asomarse a sus calles y conocer sus habitantes es todo un desafío que vale la pena.

Javier Luzi      


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