Ultimamente la niña mimada de
los festivales ha sido la cinematografía rumana. Premios por doquier,
reconocimientos varios, elogiosas reseñas y escritos de la crítica mundial
que ayudan a crear un espacio inexistente hasta hace un tiempo atrás; un
público ávido por encontrarse con un cine que da cuenta de un mundo
desconocido. Que también eso es el cine, el acercamiento a historias,
idiomas, costumbres, modos, identidades que nos permiten reconocernos en las
diferencias y descubrir que éstas tampoco son tales. Además del aire fresco
que implican para un arte que poco se renueva en carteleras repletas de
blockbusters. Cómo celebré el fin del mundo (opera prima de
Catalin Mitulescu) es, tal vez, un exponente menor comparado con La noche
del Sr. Lazarescu o Bucarest 12:08, pero igual vale.
Es 1989. Eva (la magnética
Doroteea Petre, ganadora como mejor actriz en la sección "Un Certain Regard"
de Cannes 2006) y Lali (el encantador Timotei Duma) son hermanos. Viven en
los suburbios de Bucarest, espacio de verdes y de fábricas y de complejos
habitacionales como grandes hormigueros (al mejor estilo Lugano 1 y 2). La
joven de 17 que sueña con huir a la libertad que su país le niega y el niño
de 7 que ama a su hermana por encima de todo y no quiere perderla. Eva se
debate entre Alex, el hijo de un policía miembro del partido, y Andrei, al
que tildan de idiota en el pueblo y es hijo de una pareja de disidentes.
Mientras juega con sus dos amigos inseparables, Lali maquina la forma de
impedir la lejanía de su adorada hermana que intuye irreversible: matar al
hombre por el que ella quiere irse a otro lugar (tarde comprenderá el
inevitable que su madre pone en palabras: "las mujeres siempre se van").
Mientras
observamos el devenir de lo cotidiano (trabajos, fiestas, amores, odios,
etc.) sentimos que un fantasma lo recorre todo; una presencia insoslayable,
y no sólo por todos esos cuadros y fotografías que inundan la pantalla, sino
porque irrumpe desde lo profundo para moldear acciones, sentimientos,
actitudes, relaciones, sueños, proyectos. Para construir una vida por acción
o reacción, a favor o en contra pero siempre con el eje puesto en él.
Ceaucescu. El poder tirano. Más de veinte años sometidos a una voz única, un
pensamiento único, sin opinión, con miedo, no es algo menor. Se estampa en
la vida cotidiana, la modela, la (de)forma. "No hables de Ceaucescu" le
impone la madre al pequeño, "no voy a dejar que Ceaucescu te haga mal" le
dicen mientras lo rescatan de otro de sus intentos de suicidio (porque se
quiere matar cada vez que se siente abandonado por su hermana), el padre
imita risueñamente al Gran Padre, Eva y Alex rompen un busto suyo, en el
colegio se crea un coro para cantarle al dictador cuando asista a un acto,
el aire se impregna de su aroma, en los intersticios asoma su ojo rector y
observante, las intrigas son moneda corriente, los planes conspirativos el
pan de cada día; y si todo esto no deriva directamente de él, en cada lugar
habrá quien simbólicamente sustituya su presencia para convertirse en el
elemento a temer, odiar y despreciar (en este caso el padre de Alex).
Ceaucescu entonces como un leit motiv constante, el poder fabricando
humanidades, lo público imbricado en lo privado. Quizás eso también sea lo
que perjudica un poco el resultado final: la sumatoria de simbolismos, la
acumulación de alegorías que (d)enuncian sometimiento y búsqueda de
libertad, la redundancia de mantener el marco coyuntural tan presente, el
recurso de poetizar desde cierto "realismo mágico". Porque si hay algo que
consigue atrapar la atención del espectador y fundirnos en ese mundo es la
empatía que transmite la relación fraternal de Eva y Lali. La pequeña
historia. El cariño, la ternura en cada gesto (el abrazo, el vestirse, el
mirarse, el jugar a lastimarse, el defenderse), el amor incondicional que
traspasa la pantalla cuando ellos se cruzan es un mérito para nada menor,
casi diría su mayor aporte. Que cuando está, moviliza, y cuando se diluye en
la Gran Historia se extraña.
La
prueba más notoria de lo que pudo ser el film y no fue se expone en la
pintura que con pocos trazos (guión y puesta en escena) caracteriza una
sociedad pintoresca y un mundo de personajes bastante costumbristas pero que
igualmente en su misma freakidad logran sostener sus individualidades
y al mismo tiempo se constituyen en espejo de sus compatriotas. Reflejo que
se evidencia en la aparición de las imágenes finales, cuando la televisión
transmite (la cámara censura en un principio lo "mostrable" al
encuadrar un edificio y sólo permitir que se escuche el audio de gritos y la
invocación del dictador siempre repetitiva como una letanía) lo que está
sucediendo en la plaza, y luego los rostros de los ciudadanos pidiendo la
renuncia y más tarde las trifulcas callejeras. Hasta fundirse en negro.
Mediaciones que se juegan tanto en lo visual (televisión mostrada en el
cine) como en lo temático (como he intentado dar cuenta) pero sin que su
potencialidad sea adecuadamente explotada; mediaciones que construyen un
film que habla de la memoria, de la reconstrucción de la historia y,
especialmente, de ciertos sentimientos fácilmente reconocibles.
Javier Luzi
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