A Constanza Alarcón
Hay algo que duele del
título de Como un avión estrellado. Es que el estrellarse de un avión
es más doloroso que el estrellarse de, por ejemplo, un barrilete. En parte
porque uno en general no contempla esa posibilidad: la posibilidad de que
algo que anda tan rápido y tan alto de repente deje de hacerlo. Paf. Se
caiga. (“Sometimes I’m thinkin’ I’m too high to fall”, dice Bob
Dylan, y todo el mundo conoce los porrazos amorosos que se ha dado.) Y,
viene al caso, hay una edición de los Smashing Pumpkins que se titula “The
airplane flies high” y que decidí escuchar mientras escribo esta crítica. El
avión vuela alto: pero las canciones que lo componen no dan tanto la imagen
de un avión resplandeciente en el cielo resplandeciente, sino justo todo lo
contrario. Se trata de un tipo al que, básicamente, le han roto el corazón.
Que es bastante parecido a lo que vemos que le ocurre a Nico, protagonista
de la segunda película de Ezequiel Acuña, justo cuando tenía la sensación de
que de alguna manera podía despegar.
Pero, se sabe, para tener el corazón roto es necesario, primero, enamorarse.
Y el relato, por suerte, no se detiene demasiado en otras tonteras antes de
dejar en claro lo importante: esta es una película de amor, de un
adolescente que se enamora, de un adolescente al que le pasan muchas cosas
pero –fundamentalmente– está enamorado. Y la película arranca en un
aeropuerto, lugar de tránsito, de elevaciones y aterrizajes. Y, además, en
un terreno que, para el protagonista, es terreno de visitante y de
extranjero. Porque la película empieza en Santiago de Chile, y bien de
golpe: Nico habla por teléfono y enfrente suyo habla Luchi, que es chilena
pero vive en Buenos Aires. Y Nico, a dos o tres minutos de comenzada la
cosa, se enamora de la chilena. Visitante y extranjero: Como un avión
estrellado retrata el mundo de un personaje, y a ese mundo entra un
elemento anómalo que le anomaliza todo. En esa primera escena Nico
mira a Luchi comerse un chocolatín, la sigue de lejos, la espía entre
columnas. La descubre fascinado. Es tan ajeno a ella como ella lo es más
adelante a su melancolía de Buenos Aires. El de Nico y su megamigo
Santi es un mundo de verdes y azules, y Luchi lleva casi siempre colores
cálidos. En ese choque, y en las imágenes en las que vemos a Nico imaginar a
Luchi en cámara lenta y bailando y hermosa, Acuña encuentra la manera de
explicarnos por qué esa persona se enamora de esa otra.
Leí
en alguna parte a alguien que, hablando del enormísimo John Cassavetes,
señalaba que sus películas son más que nada el registro de movimientos. A
este registro cassavetiano de lo dinámico le oponía la “presentación de
posiciones”, de lugares fijos o icónicos: sentidos en movimiento que nunca
dejan sus movimientos, que nunca cristalizan hallando reposo o clausura. Las
escenas de Como un avión... avanzan, aunque mucho más ordenadas, como
las de Cassavetes: a los golpes, nerviosas, como trazos abstractos que dejan
poca información y todas las emociones. Hablaba hace un rato acerca de la
anomalía recíproca que construye al amor de argentino y chilena; pequeñas
anomalías que enajenan. Y el diccionario (el de la Real Academia, obvio)
dice que “enajenar” es “sacar a alguien fuera de sí, entorpecerle o turbarle
el uso de la razón o de los sentidos”. Eso que pasa entre las personas pasa
también, en Como un avión estrellado, con las escenas y la narración,
que en el cine vienen a ser como la realidad. Las escenas que avanzan en
movimiento son las del mundo-Nico, escenas que se arrastran y muestran
fragmentos densos de esa vida, escenas de gritos y gestos contenidos en
primeros planos, algo más parecido a las impresiones de una pintura
abstracta que a alguna figuración de alguna figura humana. Y el mundo-Nico
choca, como a quien le pasan por arriba veinte o treinta hipopótamos
salvajes, con el mundo-Luchi y todos sus sentidos. Cada una de las escenas
en las que vemos a la niña chilena maneja una pausa y una observación que,
vamos a decirlo, nos convencen de enamorarnos también de ella. En esos casos
no hay movimiento sino reposo.
Hay
una secuencia que se impone en esta dirección y se apodera en un momento de
lo que venía siendo el nervio narrativo del relato: Luchi invitó a Nico al
cumpleaños de su sobrinito; ahí, en el jardín de infantes y entre las caras
fascinadas de los niños, Nico y Santi gritan con la obra de títeres que
preparó la amiga chilena. Se divierten: quizás este sea, de hecho, el único
momento en el que se los ve tranquilos, descongestionados. No se trata de
trazos abstractos sino de la figuración de un momento de quietud (el plano
de Luchi detrás del escenario titiritero es la lindísima prueba de una
narración que se detiene y observa y respira). Esa escena es algo parecido a
un centro, al centro del vuelo de ese avión que se va a estrellar, al
momento más alto de ese vuelo. Y los títeres dan lugar a dos escenas
subsiguientes que –junto a esa otra– arman la secuencia. Hay en esos
momentos un tiempo, una continuidad y un respirar que hasta entonces habían
sido negados por escenas efímeras y aisladas. En una de esas dos escenas
Nico y Luchi charlan sentados en alguna vereda, juegan con un títere, se
miran tímidamente en un plano que –en su duración– los deja siempre juntos y
nos hace patentes sus miradas y sonrisas recíprocas. En esa charla se
entienden muchas cosas.
(¿Por qué Acuña usa los pocos planos generales que usa? En dos o tres
escenas, tras una sucesión de planos y contraplanos de rostros y diálogos,
Como un avión... impone el plano general, ese en el que los
personajes se ven chiquitos y a lo lejos. De esas dos o tres, dos por lo
menos son momentos de mucho dolor. O del reconocimiento algo confundido de
que va a haber mucho dolor o de que ya hay mucho dolor. En una de esas
escenas Nico y su hermano visitan el descampado en el que se cayó la
avioneta en la que viajaban y murieron sus padres. El hermano le comenta
cómo en otras ocasiones las partes que habían quedado de la avioneta eran
reconocibles, estaban ahí. Nico no contesta. Su hermano busca localizar ese
dolor, anclarlo lo más concretamente posible; a Nico ese dolor lo excedió
hace rato. En los espacios abiertos y enormes los niños por lo general
juegan a hacer eco, les gusta escuchar sus gritos una y otra vez, y el
vínculo de Acuña con los planos generales no parece estar demasiado lejos de
ese concepto. La escena termina en plano general y lejano: Nico y su hermano
caminan por el pasto sobre el que se destrozó aquel avión. En la otra escena
Luchi le acaba de contar a Nico, entre hamacas y en una plaza, que se va a
vivir a Suiza. Nico no entiende por qué, o más bien la noticia es demasiado
grande como para digerirla ahí, entre hamacas y en esa plaza. El plano
general que cierra la escena abre el espacio y hace de caja de resonancia de
esos planos cerrados anteriores que el personaje ocupaba incómodamente,
excediéndolos.) La distancia duele.
Luchi es morocha y tiene rulos; y tiene la piel entre clara y oscura; y usa
en todo momento el pelo recogido; y se mueve de a poco y le gusta bailar. Si
sus escenas en cámara lenta (que para Acuña son las imágenes del amor) nos
enamoran es porque ahí es donde la llegamos a conocer bien, de cerca, en la
forma de sus actos. Y la forma nunca miente. Si Nico la descubre en esa
primera persecución en Santiago de Chile, nosotros (el resto, rezagados) la
descubrimos cada vez que él piensa en ella y a través de esos pensamientos.
Esas son imágenes puras, y su música de guitarras acústicas se parece
demasiado a The Cure y llena demasiado el espacio como para que no duelan
todo lo que duelen. Como si le hicieran a uno preguntarse, junto al
adolescente que forja esas imágenes, cómo puede ser que la quiera tanto y la
vea tan perfecta. Pero ocurre, y Como un avión estrellado hace que
sepamos que ocurre. Si el cine es platónico este es el argumento. Acuña, con
esas imágenes ralentizadas de la niña chilena, da con una extraña especie de
universal: viendo esa pantalla grandota Luchi puede ser Luchi, pero también
podría ser Verónica o Marina o Constanza.
Los
últimos planos de la película son planos aéreos. No porque hayan sido
registrado desde las alturas, ni porque representen algún objeto volador de
cualquier índole. Más bien porque tienen con ver con aviones y vuelos,
aunque no se vea ni uno. Se trata, quizá, de una de las cuentas regresivas
cinematográficas más tristes de la Historia del Mundo. Nico va a despedir a
Luchi pero llega tarde: lo vemos ante una ventana de algún aeropuerto. Oímos
de fondo a algún avión que se va. La pantalla en negro que le sigue a ese
plano sólo enfatiza ese sonido de pérdida.
Después Nico y Luchi caminan y juegan y se ríen y se abrazan por un bosque y
en cámara lenta, se oye algo que –otra vez– no es The Cure pero podría. El
protagonista imagina lo que hubiese sido, para él, todo.
Y
hacia el final de la película Nico mira, pegada en una pared de su cuarto,
una imagen en blanco y negro de un avión en vuelo rodeado de aire. Ese avión
tampoco resplandece, y mucho menos el gris que lo rodea.
Tomás Binder
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