Alain Resnais es un director notable. Fue capaz de
retomar una y otra vez tras baches de años el oficio de cineasta,
despreciando los laureles de su antigua fama y asumiendo riesgos a los que la mayor parte
de los directores ni siquiera se asoma. No sólo respecto de su propia obra, en la que es
difícil encontrar dos films que se parezcan (piénsese en Hiroshima Mon Amour, Hace
un año en Marienbad y Smoking/No Smoking y se tendrá una pauta de la
diversidad), sino por referencia a viejas, aparentemente inamovibles pautas del lenguaje
fílmico a las que desafía con singular talento.
Conozco la canción es una de
las cumbres de ese obsesivo afán por renovarse de Resnais, que el 3 de junio de 1999
(fecha del estreno en Buenos Aires) cumplió nada menos que 77 años. No deja de ser un
musical, vale decir un relato jalonado por canciones. Pero no es un musical cualquiera.
Nunca antes las tonadas entraron y salieron tan alegre, tan fluidamente de la
urdimbre argumental, en la que irrumpen una y otra vez, no obstante, con más frecuencia
que las habituales. Semejante hazaña es producto de una rara conjunción: actuaciones
formidables, una mezcla de sonido impresionante y un sentido de la puesta en escena y los
ritmos de montaje que parece destinado a abonar aquello de que se puede ser un pibe
a los 77. Las canciones no están versionadas por los actores, sino apenas
dobladas, o cantadas en playback sobre las voces de los intérpretes originales, todos
ellos apellidos célebres del cancionero galo de distintas épocas (desde Edith Piaf hasta
Charles Aznavour, pasando por docenas de ídolos injustamente ignotos en estas pampas). A
años luz del esquematismo estructural del género, las incluidas aquí no son ni mucho
menos canciones completas. Sí fragmentos, algunos de pocos segundos, insertados con
enorme libertad en los grandes y pequeños picos emotivos que pueblan la historia. La
selección de temas no podría haber sido más exquisita. El efecto es casi siempre
cómico, aunque de un modo si se me permite inquietantemente social.
Surge la impresión de que en tantas situaciones como esas uno debería cantar... aunque
lo último que uno haría, en situaciones como esas, es cantar.
Otras veces, el color de las melodías
y las letras densifica el espesor de las escenas, ya que el desarrollo musical no va en
detrimento del dramático. Este gira en torno de un puñado de criaturas más o menos
conflictuadas de la clase media actual. Camille y Nicolas llevan una pesada hipocondría a
cuestas. Odile es obsesiva, puntillosa, algo eléctrica. Su marido, Claude, camina
lentamente por la vida, aunque se probará mucho menos abombado de lo que parece. Nada es
lo que parece, en realidad, y Conozco la canción se tomará el tiempo apropiado
que nunca fue tan largo, dulce y llevadero para demostrarlo. La mayor parte de
las máscaras caerá al cabo de una deliciosa fiesta en el nuevo departamento de Odile.
Allí podrá saberse que casi nadie coincidía con la imagen que se había fabricado para
presentarse ante los demás. Y en muchos casos, ante sí mismo. Entre gritos estentóreos
y silencios sollozantes (y canciones, claro está), las miserias saldrán a la luz. Lo
magnífico, lo vivificante, es que la consecuencia es una suerte de liberación colectiva.
Como si esas tristes almas encontrarán el alivio, o la expiación, en ese tête à
tête con sus verdades íntimas. Tiene que ver con la catarsis, aquella
función del canto. ¿Acaso no surgió así?
No poco hallazgo es la imagen de una
medusa sobreimpresa en varias escenas de la fiesta. Por momentos opera como una ingeniosa
transición entre diversos pares de interlocutores. En otros obra como la metáfora del
contoneo de esas criaturas entregadas al siempre difícil resbaladizo, sino
resbaloso trámite de desnudarse. El cancionero, a esta altura, es el inevitable
contrapunto de un ritual regocijante, contagioso, embriagador.
Guillermo Ravaschino
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