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Esta película de Arturo Ripstein se beneficia de unas circunstancias que rara vez
enmarcan a las versiones fílmicas de grandes obras de la literatura universal. En primer
lugar, el director mexicano y su esposa y guionista de toda la vida, Paz Alicia
Garciadiego, no buscaron la "fidelidad al texto" sino operar sobre él todos
esos grandes y pequeños cambios que siempre son insoslayables a la hora de convertirlo en
otra cosa, en una cosa tan otra como lo es un film. En segundo lugar, la personalidad del
escritor, traducida en los precisos rasgos de su prosa, parece haber obrado como agente
moderador de otros rasgos no menos precisos, los del barroquismo y los excesos
ripsteinianos. El resultado es asombroso: El coronel no tiene quien le escriba
sugiere que los mejores frutos de los Ripstein están llamados a florecer al amparo de un
formato mucho más clásico que el de, digamos, Profundo carmesí.
Estamos en un pueblo tórrido,
pequeño, que parece un dato frágil y azaroso en medio de la vasta selva circundante. No
necesita llamarse Macondo ni de ningún otro modo para dejar establecido que es
Latinoamérica profunda, alejada de las capitales. Empobrecida, poblada de chismes.
Marcada por las jerarquías, aunque el rico viva en una casa tan desvencijada
como la del pobre... bien que provista de comida, de un aparato de radio y de
algunos otros cachivaches que hacen la gran diferencia. La escenografía, que no deja un
solo detalle librado al azar, tiene el mérito de canalizar todas estas piezas de
información sin pasarle nunca por encima al drama. En ese pueblo vive el coronel
(Fernando Luján, inolvidable). O más que vivir, espera. Hace casi treinta años que este
hombre mayor espera la pensión de guerra que le prometió el gobierno. Luchó contra la
curia, peleó por la revolución, y es una víctima del gobierno
"revolucionario". Su mujer (Marisa Paredes, muy intensa) también espera. Todos
los viernes protagonizan un ritual. Ella le dice "te toca". Y el coronel va
puntualmente al muelle a la hora en que se aproxima la lancha postal, y sigue al cartero
hasta la oficina de correo del pueblito. Pero no hay carta para él. La ceremonia,
enormemente triste, no se limita a conmover (debuta a poco de iniciado el film, al que
después irá puntuando a modo de leit-motiv). También sugiere que la pensión
no va a llegar. Y al coronel se le están acabando los víveres. La espera angustia,
desespera. La espera hará crecer hasta el paroxismo la sensación de que el dinero
también es la medida de la dignidad de las personas. Este dato tan dramático de la
actualidad encierra buena parte de la fuerza trágica de la película.
Por cierto que hay más. Al coronel y a
su esposa les mataron a Agustín, su único hijo. Fue hace poco y les cuesta
dejar de llorarlo. Lo asesinaron durante una riña de gallos, se sabe, aunque las
circunstancias no terminan de aclararse: ¿fue por un asunto de polleras (y ahí está
Salma Hayek, que las vuelve a lucir en calidad de puta tierna y compasiva), por cuestiones
de política o por algo relativo a los gallos y las apuestas? Los apuros económicos, el
duelo por el hijo muerto y esta intriga punzante harán del coronel y su mujer lo más
parecido a unos padres huérfanos. No se crea, sin embargo, que todo es
desolación o que la tristeza, como un golpe, se apodera del relato. No. El
coronel y Lola se prodigan un amor enorme. Ese amor se
nota y parece suficiente para dar pelea. ¿Pero alcanza? El coronel no tiene
quien le escriba despliega ese interrogante con inusitada fuerza. Nace como una
tragedia, crece como un drama, se enreda en una insuperable maraña de penurias y se
desenreda... para volver a comenzar.
El coronel es un hombre de principios
pero la vida no le ofrece muchas ocasiones para demostrarlo. A veces se limita a
barruntarlos a media voz, ya no ante su esposa sino frente a ese gallo que heredó
de su hijo. Que es un gran gallo de riña... pero no riñe porque todavía no levantaron
el palenque ni le trajeron a su rival. El coronel lo acaricia como si fuera un perro, le
habla como a un amigo y lo cuida como a un tesoro. Algún día espera
ese gallo lo va a salvar. ¿Llegará ese día? Voy a agregar una sola cosa: el film se
excede en unos quince minutos, no mucho antes del final, invertidos en datos irrelevantes.
Fuera de eso, nada le falta ni está de más.
Guillermo Ravaschino
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