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LAS CUATRO PLUMAS
(The Four Feathers)

Gran Bretaña, 2002


Dirigida por Shekhar Kapur, con Heath Ledger, Wes Bentley, Kate Hudson, Djimon Hounsou, Michael Sheen, Alek Wek.



O me estoy volviendo paranoico, o el tema del heroísmo americano –el héroe patriota, no confundir con el del cine de acción– se está filtrando con alevosía, traspasando el género bélico, en un gran número de superproducciones, creando un poderoso clima favorable a los bombardeos que se vienen (más tarde o más temprano, pero se vienen).

Hace un par de semanas me tocó reseñar K-19, película que algunos se animaron a postular como heredera del clasicismo hawksiano –la preminencia del grupo, la amistad, la ética y el profesionalismo, algo que podría verse en casi toda película de submarinos– y en la que observé, en cambio, una insólita mutación "cultural" en virtud de la cual un grupo de rusos comunistas adoptaba el heroísmo individual y el american way of life como medios para el buen vivir. Hoy, analizando Las cuatro plumas, no puedo sino encontrar un mecanismo similar: una historia del pasado británico transformada en épica de la cruzada yanqui.

La película dirigida por Shekhar Kapur está ambientada en 1884, época de las campañas inglesas en sus colonias africanas. A un grupo de jóvenes militares les llega la hora de probar su valentía y lealtad a la patria en el desértico –y exótico– terreno de Sudán. Entre ellos destacan los personajes de Heath Ledger y Wes Bentley: Harry y Jack. El primero prometido de Ethne (Kate Hudson), el segundo su mejor amigo... secretamente enamorado de la misma chica. A la hora de la partida, Harry arruga con excusas varias: se pregunta –ingenuamente– qué intereses puede tener el imperio británico en Sudán; alega su inminente enlace con Ethne; confiesa que sólo había ingresado al Ejército por un par de meses para satisfacer a su padre; admite, en fin, que le falta coraje para dar la vida por los demás.

Ante su renuncia, sus compañeros y amigos se ofenden y se lo hacen saber simbólicamente, mediante una cajita con las tarjetas personales y una pluma por cada miembro: son tres sin contar a Jack, que todavía espera que Harry recapacite. A ellos se sumará, para sorpresa del espectador, su futura esposa. Demás está decir que las plumas representan la cobardía. Así, como un dudoso McGuffin, las plumitas llevarán al protagonista a un nuevo arrepentimiento, opuesto al anterior, en el que admitirá que había sido dominado por la flojera de carácter y emprenderá una solitaria aventura con resonancias bíblicas para proteger secretamente a sus amigos en Sudán.

Ahora bien, este esquema puede ser equiparado o no con honorables clásicos del pasado: el cine de Howard Hawks sería la opción más fácil, puesto que siempre resaltó las bondades del individuo americano para con sus compañeros, lo que hace que encaje de manera coherente con la puesta en escena de cualquier batallón. Pero también podríamos ver un sacrificio tarkovskiano adaptado al ritmo del cine Mainstream, o una versión light de esos mundos de Martin Scorsese regidos por segundas oportunidades, violencia y alusiones religiosas. Y por qué no, una sombra de otro clásico, Gunga Din (George Stevens, 1939), con el cual Las cuatro plumas presenta varias similitudes argumentales (claro está, sobredramatizadas). Lo que ninguna de estas lecturas puede borrar es a todos esos actores hollywoodianos interpretando a británicos que parecen americanos, luchando en los confines del mundo sin cuestionarse las razones políticas y reduciendo ciegamente la guerra a una situación que pone a prueba el coraje y la lealtad del individuo hacia sus pares.

Todo esto se refleja también en lo estético. Empezando por la americanización cultural, que no sólo pasa por la elección de los actores que identifican al teenager estadounidense (antes protagonistas de 10 Cosas que odio de tí, Belleza americana y Casi famosos) sino por la similitud con el presente. Las escenas iniciales evidencian claramente que para las fórmulas cinematográficas hollywoodianas la representación de otra época y nación pasa por modificar el acento e invertir en vestuario y escenografía... no por reproducir las costumbres. Los diálogos, las acciones, las posturas –en una palabra, el comportamiento– de los personajes rompen cualquier verosimilitud respecto de aquella Gran Bretaña. Que Harry se presente con la cara pintada a una ceremonia muy tradicional es absolutamente impensable.

Por otra parte, la visión de la guerra se afianza mediante hermosas postales del campo de batalla y la participación de un personaje secundario, el negro local, que traba una mística amistad con el protagonista y sirve al guión de refuerzo del sacrificio, comparando aquel que lleva a Harry a afrontar las crueldades de los salvajes enemigos con el papel de ángel de la guarda que se autoadjudica el negro por razones religiosas. Y ya que hablamos de enemigos salvajes, prestar mucha atención a la escena de la gran batalla, fuertemente vinculada con el western.

Para quienes no se alteran ante estrategias manipuladoras como la descripta, hay que decir que el director lleva la aventura con buen ritmo y pocos baches narrativos, y que los actores contrapesan con buenos trabajos la inverosimilitud de la historia. Hablo de Ledger y Bentley, por supuesto. Jamás me atrevería a elogiar la performance de Kate Hudson; tras verla en dos películas ya la encuentro más insoportable que su madre.

Ramiro Villani      


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