Justicia al fin, aunque parcial, se le hizo al primer film
del boliviano Marcos Loayza cuando fue exhibido en el cine Cosmos de Buenos Aires. Dos
años antes, recién filmada, un estreno exótico acotado a un cine de Liniers
había amenazado con vedarla al público argentino para siempre. Cuestión de fe es
un film de rara solidez. Goza del carácter y la personalidad de los que hablan en primera
persona de cuestiones importantes de acá nomás, y está construida de cara a las
mejores tradiciones narrativas del cine, que la tornan universal.
La historia arranca cuando a Domingo,
un artesano buscavidas de una ciudad que podría ser La Paz, le cae un curioso encargo.
Debe construir una escultura de la Virgen en tamaño natural, y atravesar el monte
boliviano para depositarla, sana y salva, en la hacienda del Sapo Estivarís, un mafioso
de la zona. El plazo es fatal: ahí está el revólver que le obsequia el Sapo, "para
que no tenga que matar a un hombre desarmado si no cumples con la entrega". Así
queda planteada, simple y férrea, la premisa de road-movie que dominará al
relato. Pero el rigor de Marcos Loayza sobresale mucho antes de ganar la ruta.
Magistrales travellings, con la cámara
siempre en mano, pasean al espectador por la intimidad de los preparativos del viaje. A
pura imagen, pues, se descubre en Domingo al artesano en su dimensión más honda: el
hombre que fabrica sus propios medios de vida con sus manos. También es un borrachín
empedernido. Borracho y digno, así es Domingo y a menudo las dos cosas a la
vez mal que les pese a todos los clisés del "cine latinoamericano". Hecha
la virgen, son tres los que se lanzan a la ruta. Joaquín, apostador irredimible, lo
acompaña con la certeza de obtener algún rédito al cabo del periplo. Pepelucho es el
compadre ingenuo que se sube al carro de puro gaucho. El carro es la "Ramona",
una furgoneta destartalada que se constituye en la mejor metáfora del film: Cuestión
de fe está hecha a pulmón, con presupuesto escaso. No busca fuegos fatuos de
superproducción ni prolijidades vanas. Se aferra a la historia, a sus criaturas, con las
que construye un trío típico nunca arquetípico y avanza sin prisa ni pausa
por la espesura.
En la selva, como en la cancha, se ven
los pingos de Cuestión de fe. En la primera parada, Domingo irá en busca de los
tragos y Joaquín pondrá todo lo suyo, y lo que no también, sobre la mesa de apuestas en
favor de un gallo de riña. Más tarde, en Santa Rita, Pepelucho encontrará que en su
pueblo todo está como era entonces, cuando emigró a la capital. Su lugar en el mundo, y
su mujer, se habían quedado allí como esperando que volviese. Estos y otros avatares
transcurren con exquisita naturalidad y al mismo tiempo empujan vigorosamente el planteo
argumental, haciendo que afloren los vicios y virtudes de cada uno. El tono de comedia
acusa una inflexión cuando Pepelucho se baja de la furgoneta: sin su ingenuidad, algo
así como un "colchón", los otros dos empiezan a enfrentarse con ferocidad.
Los plazos se acortan
trágicamente, los accidentes se desencadenan. La religiosidad, hasta aquí ni más ni
menos que otro rasgo popular, empieza a ser un dato ambiguo, existencial. ¿Cómo puede
ser que las catástrofes, como un designio celestial, acechen el traslado de la
virgencita? Semejantes infortunios no se limitan a despejar de nubarrones místicos a la
película. También evocan la sagrada mano con que el maestro Luis Buñuel trató
este tipo de cuestiones. Hay que ver a Domingo y Joaquín, al borde de la ruta y del
desconsuelo, elevar sus ojos en esos planos duraderos con que los honra Loayza. Que ambos
persistan, a pesar de todo, dice que su cuestión de fe está mucho más allá
o más acá de rezos y estampitas. La palabra empeñada, la amistad por encima
de las diferencias, los principios. Esos son los verdaderos santos de Cuestión de fe.
Guillermo Ravaschino |