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EL DEDO EN LA LLAGA

Argentina, 1996


Dirigida por Alberto Lecchi, con
Darío Grandinetti, Karra Elejalde, Juanjo Puigcorbé, Luisina Brando, Federico Olivera.



Un hombre que mira por una ventana puede ser una metáfora de la búsqueda, de todos los hombres que buscan. Si ese hombre, un relator, una voz en off o quien fuere explicita esa asociación conceptual –dice que mira por la ventana porque busca–, la metáfora se abarata, se convierte en un simple signo, se suicida como tal. Esa torpeza pertenece a Mirándonos, la obra de teatro que dos españoles actúan dentro de la película de Alberto Lecchi. No es dable –ni saludable– encarar polémicas con personajes de ficción (y Karra Elejalde y Juanjo Puigcorbé aquí lo son doblemente), pero El dedo en la llaga está atravesada por un malentendido de esta cepa. Sólo que mucho más grande.

La pintoresca localidad de Zapallares vendría a ser la caja de resonancia de ciertas tensiones sociales del contexto político nacional. La obrita de marras, y especialmente los españoles, obran como detonantes al denunciar un negociado que se amasa en torno de la construcción del primer hotel 5 estrellas del pueblo. El estudiantado secundario y un profesor cuarentón se alinean con los ibéricos. La corruptela local –intendente, burocracia y oposición "oficial"– se agrupa del otro lado para impedir una segunda representación de Mirándonos que se perfila más revulsiva que la primera. El conflicto central pasa por allí.

Hay que apuntar que al principio de El dedo brillan un par de combinaciones interesantes. Al montaje alterno con fuertes contrastes de situación –del hotelucho de Mirta al estudio de la FM trucha– y al ida y vuelta entre la penumbra del cuarto y los exteriores a plena luz –que traduce esa angustia del recién llegado– no habría que pasarlos por alto. Tampoco a la confusión. El dedo en la llaga es quizás el modelo más acabado del cine que se monta, como espectáculo y como negocio, sobre el prestigio todavía intacto de la acción directa como modo de hacer política, pero no para rescatarla sino para travestirla. Una enorme truca de sustitución hace pasar por esa política a toda clase de atajos, y aun negaciones, de esa política.

La clave de la operación es el personaje de Darío Grandinetti. El profesor Tolosa dice que haber recorrido todo el "escalafón" de las décadas pasadas: hippie, desorientado, posmoderno... para terminar hecho un escéptico en los ‘90. Lo que el film no dice es que se trata de un reaccionario. Este porteño recalcitrante, al que nadie atina a contradecir, tiene por horizonte la entronización religiosa de un pasado que nunca se sabe muy bien cuál es... y la desconfianza hacia aquellos que esbozan iniciativas en el presente. Su imperturbable soberbia hace las veces de relatora oficial del film. La supuesta metáfora de la lucha, pues, está subrayada y comentada –es decir, anulada como metáfora y degradada como reivindicación– por un apologista de la derrota. Los machacones parlamentos de Tolosa, incluso, dan por tierra con la "buena veta" de esta suerte de nuevo cine profesional (que también incluye a Caballos salvajes, de Piñeyro, y a La ley de la frontera, de Aristarain): la dinámica visual como motor de la progresión dramática.

Todas las batallas que jalonan la guerra ingenua de El dedo resultan foráneas a cualquier tipo de motivación política. El primer escándalo nace de una calentura circunstancial. El movimiento de los adolescentes está planteado en términos de rebeldía generacional, como una Jacinta Pichimahuida hollywoodense. El "tema" discurre como las moralejas en torno de la solidaridad propias de cualquier bodrio perfectamente compatible con el statu quo menemista. La facilidad con que nuestros héroes llevan a buen término su campaña por un lado la caricaturiza y le quita méritos (cabe acotar que la cuerda cómica de la película no es para nada dominante) y por el otro, como aventura pura, la carga con el pesado lastre de la previsibilidad.

El fracaso en boleterías de esta cinta, que fue concebida de punta a punta como fórmula comercial, debería servir para dar por tierra con las funciones de testeo, esa institución que le ha hecho tanto mal al cine y tan poco bien a la taquilla. Pero la gran paradoja que confirma El dedo es la que se esconde detrás de la odiosa categoría de corrección política. Un bocadillo nada casual de Elejalde –como que parece escrito por Chacho Alvarez– la pinta como la incorrección que realmente es: "Prefiero a los políticos como mal menor, porque si no vienen los militares". Karra habla de los políticos que transan con los militares y se enriquecen "representando al pueblo", ajeno a la concepción de él mismo, su amigo, el profesor, los pibes, como políticos de otra clase.

Guillermo Ravaschino    

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