Cuando menos, hay una trilogía de
Nicholas Ray dedicada a los problemas de identidad en la juventud de las
sociedades desarrolladas del siglo XX, la formada por They Live By
Night, Knock On Any door y Rebel Without A Cause. Todos
estos títulos abordan a partir de diferentes géneros la dicotomía
aceptación-rechazo que surge en todo joven con respecto a su herencia
moral y cultural. Y conducen un mensaje inequívocamente progresista, que
apunta a los conceptos educativos de la sociedad actual (más allá de lo
que se enseña en las escuelas) como principales causantes de los desvíos
y padecimientos relatados en las tres películas. Con el pulso visual
apasionado del director que utiliza el recurso del fatum de la
tragedia clásica, Ray muestra las consecuencias nefastas de unos
procedimientos tan aceptados como erróneos. Descubriendo a Forrester
parte también de esa dualidad que subyace en la mente de todo joven,
plasmada aquí en un protagonista obstinado en ocultar su brillantez
académica para no resultar molesto a su círculo de amistades, centradas
en la superficialidad que, sin mayor rigor, se atribuye masivamente a la
juventud de nuestros días.
Good Will Hunting supuso un salto en la aceptación popular del
cine del otrora director independiente Gus Van Sant. Debe ser una
película de la que Van Sant guarda muy buen recuerdo, puesto que no ha
podido resistir la tentación de homenajearla con el trabajo que nos ocupa
ahora, coprotagonizado y coproducido por Sean Connery, y cuya campaña
promocional tampoco ha querido obviar las conexiones existentes entre
estos dos títulos gemelos.
Descubriendo a Forrester arranca con la enunciación de una
crítica a la dictadura de la mediocridad reinante en sociedades
masificadas (por el papel anulador que se impone desde los medios a los
individuos), también llamadas desarrolladas. El protagonista, un
brillante jugador de baloncesto y estudiante afroamericano llamado Jamal
(Rob Brown), intenta hacer pasar inadvertida su inteligencia por encima de
la media. Sus amigos lo creen un igual porque hace lo mismo que ellos. Sin
embargo, la diferencia entre su forma de actuar y su forma de ser le
provoca un conflicto que encuentra su válvula de escape cuando entra en
contacto con William Forrester (Sean Connery), una suerte de escritor
anacoreta que apenas si abandona su apartamento en el Bronx, y que ganó
el premio Pulitzer por su primera y única novela en la década de los
cincuenta.
La relación unidireccional educador-educado que vertebraba en gran
medida a Good Will Hunting aquí resulta complementada con una
línea de respuesta entre Jamal y Forrester: el alumno pretende redimir de
sus traumas al profesor a la vez que se sirve de sus enseñanzas para
adquirir un status cultural superior. La creación de cotos culturales o ghettos
en los que tienen cabida desde la reflexión a la pedantería redomada (el
protagonista recitando la historia de la BMW) no aparece en todas, pero
sí en demasiadas partes de la película como la solución a todos los
problemas. Una solución indudablemente elitista, desde luego muy lejos de
los postulados progresistas de la mencionada trilogía de Ray y mucho más
cerca del amargo pozo que dejó Good Will Hunting.
También juega en contra la intención moralizante de la que sólo
escapa el arranque del drama, y que acaba estropeando la "trama de
reeducación" del profesor que se suponía el punto fuerte de la
historia. La confesión del gran problema que ha mantenido a Forrester
encerrado en su apartamento en el ghetto (el Bronx) resulta de una
incoherente endeblez. Un personaje revestido con la imagen de un J.D.
Salinger, de una complejidad intuida pero rara vez evidenciada, resulta
aplastado por un complejo de culpabilidad... enunciado a la ligera durante
una secuencia-espectáculo en el estadio de un equipo de béisbol
neoyorquino.
Por el camino también van quedando las demás piezas del puzzle: los
prejuicios sociales que surgen a partir de los raciales –y no a la
inversa, como creen muchos racistas– pasan a formar parte del fondo
cuanto gana el centro una subtrama baloncestística de consabida
canasta en el último segundo, fastidia el excesivo énfasis con que se
infla el clímax, en fin. ¿Es esto la superación de los principios que
deberían orientar la educación? Yo me quedo con los que propugnaba Ray.