Con
un eco más literario que cinematográfico (el corpus gauchesco es
mucho más extenso que lo que haya elaborado el cine hasta el día de hoy),
El desierto negro –en competencia en Bafici 2007– se asoma como un
intento noble de contar en imágenes un mundo bastante ignorado y olvidado.
Se ha hablado de este film como un western gaucho pero quizá la necesidad de
los encuadramientos y encasillamientos, como siempre, restringe más que
ayuda a comprender.
Un
hombre es asesinado y un pequeño es testigo involuntario del hecho. Este
prólogo o marco de la historia se retoma al final para explicar una vida y
una muerte en una especie de círculo cerrado. Estamos en el siglo XIX y “el
país” son sólo algunas ciudades y un interior que aún no se ha incorporado a
“la vida civilizada”. Vive en la barbarie. Fortines como última punta de
lanza del mundo conocido y los indios al acecho, o resistiendo, según se
quiera ver. Lo cierto es que lo que El desierto negro tiene para
mostrar es algo novedoso. El protagonista más que un Martín Fierro o un Juan
Moreira parece un Hamlet que carga un destino que será su única teleología:
la venganza por una muerte. Una obsesión es su motor, y se convierte en un
fuera de la ley.
Hasta
allí la película transcurre entre imágenes potentes y muchos silencios de
palabra porque es la música (excelente banda de sonido) la que cumple ese
rol diciendo lo que no se enuncia explícitamente. Cuando Irusta
(Guillermo Angelelli) llega al rancho de Carmen (Mónica Lairana), la
historia pega un giro y se vuelve más dialogada y menos sutil, más
psicologista y alegórica perdiendo un poco la fuerza anterior.
Gaspar Scheuer (reconocido sonidista del cine argentino) utiliza los
primeros planos (rostros curtidos –al estilo del neorrealismo–, manos,
objetos) y construye la puesta en escena con inteligencia (los personajes
asoman de entre las sombras, de espaldas, como fantasmas) y, apoyado por una
asombrosa fotografía en blanco y negro de Jorge Crespo y por una iluminación
que recurre al uso de las velas de la propia ficción jugando con los
contornos difuminados y la tensión permanente que semejante indefinición
ofrece, consigue sostener la atención durante gran parte de la trama. Cuando
la alegoría se vuelve explícita (en determinado momento tenemos a varios
personajes que no parecen sino representaciones de algo más: la Iglesia, la
Ley, la Mujer, el Pueblo) hay demasiadas situaciones que comienzan a mostrar
la construcción, y no cierran. ¿Cómo se explica por ejemplo todo el tiempo
que tardan en reconocerse perseguidor y perseguido, si es para lo único a
que han ido al rancho?
Sí hay que reconocer que jamás se construye a un héroe en el protagonista,
aunque hay algo mesiánico o victimizante en su actitud final. Con pocos
elementos El desierto negro reconstruye una época pasada y hasta
ensaya algún homenaje a esas películas camperas donde de repente la canción
se adueña de la escena. En definitiva, un intento a medio camino, donde la
forma se apodera del todo y cierto virtuosismo de los rubros técnicos queda
definitivamente por encima de un relato que se diluye lamentablemente, como
si no importara.
Javier Luzi
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