No es mucho lo que tengo para decir de una película tan innecesariamente
larga, como descomunalmente aburrida.
Jean Barnery es un ministro
protestante en un pequeño pueblito de la campiña francesa. Su compromiso
con el deber divino no lo ha privado de soportar un rotundo fracaso
matrimonial con una hija a cuestas, pero el azar quiere que en su camino
se cruce la joven Pauline, encarnada por la inquietante Emannuelle Béart.
Si uno es mínimamente suspicaz, no
tardará en adivinar que ambos seres conjugaran sus destinos
sentimentales para vivir una apasionada relación, inaceptable para
los ojos de la sociedad burguesa que los rodea.
Pocos comentarios sociales novedosos
puede agregar este film dirigido por Olivier Assayas, un hombre que
durante su juventud engalanó las páginas de Cahiers du Cinéma, la
famosa revista francesa de crítica cinematográfica que, a juzgar por
esta película, nunca debería haber abandonado. Según confesó Assayas,
hace mucho tiempo que ansiaba adaptar alguna de las novelas de Jacques
Chardonne, parte de una generación de escritores franceses a mitad de
camino entre la literatura clásica y las vanguardias que surgieron entre
las dos grandes guerras del siglo XX.
Los silencios, los ruidos, los
paisajes y las irritantes costumbres burguesas que ya nos mostraron
infinidad de films con mayor o menor éxito que este intentan plasmar una
"propuesta intimista", que se pierde ante el inmenso fresco
histórico que también se pretende reflejar. Tarea que se complica aun
más cuando entran en escena la Primera Guerra Mundial y el colapso
económico estadounidense de fines de 1929.
Como dato curioso para estos tiempos
de crisis infinitas, se observa en el film cómo los desastres sociales y
económicos desgastan y malogran los intentos por llevar una existencia
llevadera, que le permita a la gente disfrutar de las pequeñas cositas
que dan sentido a la vida: una familia, un hogar, estar al lado de la
persona amada, o simplemente pasar un rato placentero.
Dividida en tres capítulos que se
hacen eternos, la moraleja final de la obra recae en la siguiente frase:
"... el amor... no hay nada más en la vida... nada". Ahora
bien, ¿era necesario tomarse tres horas para expresar este concepto tan
bello y simple como obvio y superfluo?
Gabriel Alvarez
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