No soy demasiado amigo de las re-visiones reivindicadas
por tantos críticos. No es que desprecie las segundas, y hasta vigésimas visiones, que
pueden resultar esenciales para el estudio de tal o cual vertiente, más o menos técnica,
del oficio de hacer cine. El de criticarlo es otro oficio el de verlo no lo
es y las segundas visiones suelen prohijar lamentables confusiones en los críticos,
e inevitables desencantos en los espectadores. Si la fuerza de la vida resplandece en el
cine, es precisa, aunque no solamente, porque este ha sido hecho para vivirse por
primera vez. Abbas Kiarostami se perfila como un realizador irresistible en las
segundas visiones (que pueden ser mentales, no necesariamente expresas) y no tanto en las
primeras. Es dueño de un raro talento. Sin necesidad de narrar en los términos
convencionales un recuento de peripecias más o menos conflictivas moviéndose en
progresión consigue muchas veces el mismo efecto: interesar al público, sostenerlo
en flotación. Esta destreza debe ser el punto fijo, el vértice, de la división
de aguas que Kiarostami, como pocos, suscita en la platea. Son tantos quienes lo celebran
como un director sublime como quienes lo descartan, sin más ni más, por
insoportablemente aburrido.
La cuestión de las visiones lleva a
otra, la de las miradas. Detrás de los olivos es una ventana a la campiña iraní,
en la que un director de cine iraní ( Mohamad
Ali Keshavarz) filma estampas de la vida
cotidiana de los campesinos. Es la culminación de una trilogía ambientada en la región
de Koker, cuyas otras dos entregas (¿Dónde está la casa de mi amigo? y La
vida continúa) aún no fueron estrenadas en Buenos Aires. El propio Keshavarz, sobre
el comienzo, se presenta como alter ego de Kiarostami. Los "actores" de uno y
otro son los mismos aunque no son actores sino campesinos y más o menos
semejantes los problemas que surgen a la hora de la filmación. En la "segunda
visión", precisamente, esta mirada tiende a imponer una estructura especular
sumamente compleja, refinada. La ineptitud interpretativa de los campesinos (que en todos
los demás menesteres ostentan una rara delicadeza) pone a prueba la paciencia del otro yo
de Kiarostami, obligándolo a repetir una y mil veces la misma toma. Pero no se trata de
impericia actoral (uno de ellos llegará a redondear una composición formidable) como de
factores culturales y sociales que se entrometen en el rodaje. El pueblo es chico y a la
bella Tahereh, por caso, le cuesta hacer de esposa de Hossein, el adolescente al que viene
rechazando en la vida real durante los últimos meses. Y así como la vida se cuela en el
rodaje, el rodaje sale en busca de la vida para ofrecérsela al espectador. Cada dos por
tres hay imprevistos, y el director y su asistente se ven obligados a salir a reclutar
intérpretes por las cercanías. Van en sendas camionetas. Detrás de los olivos y El
sabor de la cereza deben ser las películas que invirtieron más metraje para colocar
al espectador encima de un rodado, codo a codo con el conductor. Más allá de las ruedas,
la obsesión de Kiarostami siempre pasa por encontrar una precisa ubicación de cámara
la que sirva mejor para instalar al público frente a la intimidad de los
personajes y el exacto punto de corte que, a su turno, la reemplace por un nuevo
ángulo para seguir estando ahí, bien cerca. También hay que decir que, en cuanto
actores de Kiarostami, estos no podrían haber funcionado mejor. Los campesinos
hacen de ellos, parecen ellos... y son ellos. Ahí está la flotación. Kiarostami es
como que te mete ahí, le oí decir a alguien. Y es cierto.
También es cierto que hay derecho a discutirlo allí, en su mayor virtud.
Que exhibe, como contraparte, un deliberado afán por mantenerse al margen del
objeto de su estudio. No sólo, aunque especialmente, en ese plano de diez minutos que no
por nada es el más comentado de la película: ella avanza por el prado hasta perderse,
tiernamente acosada por él, que la persigue con una interminablemente dulce proposición
matrimonial. ¿Habrá aceptado ella? La respuesta de Kiarostami no es "no lo
sé" sino "no puedo ni debo saberlo". Pero la cuestión de la
mirada, como la del punto de vista, es doble. Implica un "desde dónde" físico
pero también una elaboración, un interés. Kiarostami opina y elabora (¡todos lo
hacen, aunque más no sea al decidir un encuadre!) pero no parece querer asumirlo. Esto
deriva, por un lado, en magníficos registros antropológicos: pueden contemplarse desde
el superpullman las intimidades de esas almas tan distantes, y distintas, importadas por
la proverbial destreza de Abbas. Pero Abbas es quien más estuvo ahí, y se expone
a que alguien, sin pecar de tonto o insensible, se pregunte qué es lo que lo llevó hasta
esas remotas pampas. ¿Las sutilezas estructurales, la compleja construcción intelectual,
las interrogaciones subyacentes acerca de la naturaleza del cine? Seguramente, pero la
respuesta no se impone en vivo y en directo. Es decir, durante la primera visión.
Guillermo Ravaschino
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