Roland
Emmerich es un director con apetito por la destrucción. Lo demostró en
Día de la
Independencia
(1996), donde con la excusa de una invasión alienígena arrasó unas cuantas
ciudades y hasta se sacó las ganas de reventar en mil pedazos la Casa
Blanca. Después, en Godzilla (1998), se puso en la piel verde del
iracundo reptil gigante y, como elefante en un bazar, rompió todo lo que
encontraba en su camino de paseo por Nueva York.
Con
El día después de mañana, Emmerich volvió a satisfacer ese apetito. Y
así llega, via
estreno mundial y campaña publicitaria masiva, este nuevo tanque
hollywoodense sobre un apocalipsis ahora resultado de los cambios climáticos
provocados por la mano del hombre. Tormentas, huracanes y tifones marcan el
comienzo de una nueva era glacial. “¡Ñam,
ñam!”, se relame Emmerich, que manda cuatro
ciclones simultáneos para destruir Los Angeles (y arrancar de cuajo el
emblemático cartel de Hollywood), mientras en la costa oeste la Gran Manzana
se inunda y queda semisepultada en la nieve.
Cualquiera podría
pensar que se trata de
un ejercicio de cine
catástrofe bastante convencional. Y de hecho lo es, pero en ésta época en la
que el mejor cine catástrofe se puede ver en vivo y en directo por
televisión, había que repensar un poquito el género. Quizá por eso el
discurso cambió. En Día de la Independencia, la consigna era “el
fuego se combate con fuego”, y Emmerich ponía al presidente de los Estados
Unidos a pilotear un cazabombardero y comandar la resistencia humana.
Aquí no hay un
enemigo visible. Son las ingobernables fuerzas de la naturaleza las que
descargan su furia contra “la civilización”. Tampoco se arma de la noche a
la mañana un equipo de superhombres al estilo Armageddon que
arriesgue la vida para salvar a toda la humanidad del cataclismo. No hay
marcha atrás. No hay solución. La única salida es emigrar al sur, lo que
produce uno de los chistes más comentados y festejados de la película.
Aparte de eso,
poco más puede decirse en favor de El día después de mañana. Porque
Emmerich no es Danny Boyle (que en la primera mitad de Exterminio
pintó con crudeza la realidad postcivilización), y no tiene tiempo ni le
interesa mostrar, aunque sea mínimamente, cómo es sobrevivir encerrado en
una biblioteca sin comida y muriéndose de frío cuando el mundo tal como lo
conocemos dejó de existir. Eso daría una película oscura y, no olvidemos,
esto es un entretenimiento. Por eso hay que soltar unos lobos del zoológico
del Central Park para generar una posterior escena de tensión, o armar una
cruzada inaudita en nombre del drama familiar de la subtrama, todo para unir
a un padre con un hijo y tener, por lo menos, un pequeño final feliz.
No conviene
ponerse a hilar muy fino con esta película. Es mejor dejar que la tormenta
arrastre los agujeros argumentales. En caso de aburrimiento, un buen consejo
es parar la oreja para pescar el gol argentino en una transmisión de radio,
o encontrar a Diego Forlán en un partido del Manchester United que se ve por
televisión en una escena.
Esta bien, ¿pero
por lo menos los efectos están buenos? Y... son una mezcla de los huracanes
de Twister con las olas de La tormenta perfecta. En
definitiva, nada nuevo. Es una pena como no se explotó más esa Nueva York
congelada, como hizo Boyle –sin efectos– con una Londres desierta.
Emmerich se sacó
las ganas de romper un poco más. El consuelo es que podría haber sido peor
todavía.
Pablo Izmirlian
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