Paul Schrader es un tipo interesante. Ex crítico devenido guionista y realizador, tiene
en su haber tres guiones para Martin Scorsese (Taxi Driver, El toro salvaje
y La última tentación de Cristo) y una carrera heterogénea como director (en
la que descuella Mishima, la biografía libre, muy original, del escritor maldito
que se hizo el harakiri). Días de furia no está entre lo mejor de su
filmografía. Pero es inquietante para bien y para mal y saludablemente rara.
Corre el otoño en una pequeña ciudad
vecina al Canadá, pero hace tanto frío que parece invierno. La nieve lo cubre todo, y
esa blanca gelidez, magníficamente reflejada por la fotografía (que evoca el aspecto de Fargo,
de los hermanos Coen, y de Un plan simple, de Sam Raimi), se prolongará
trágicamente sobre la figura de Wade Whitehouse (Nick Nolte), el policía del pueblito. Días
de furia está basada en una novela de Russell Banks. De ella toma su estructura en
espiral: el pasado de Wade, paulatinamente revelado mediante flashbacks, crecerá
como un gravoso espectro sobre su presente, sembrando de oscuros presagios su porvenir.
Pocas veces el cine ha plantado una
expresión tan degradada de los "representantes de la ley" como la que encarna
Nolte. El que maneja los hilos del pueblo es un empresario, Gordon LaRiviere. Y los muchos
negociados que se cuecen dejan a Wade al margen, condenado a hacer la vista gorda ante una
podredumbre que intuye, pero de la que no puede beneficiarse. Para peor, hace horas extras
como empleado de LaRiviere, quien no le ahorra humillaciones patronales. Las penurias de
Wade no terminan aquí. Está separado y tiene muy mala relación con su hijita. Y de
chico ahí están los flashbacks fue reiteradamente maltratado por su
padre (James Coburn), un borracho desamorado y bruto.
El crecimiento del film pende y depende
de la sensación de que Wade no ha dejado de levantar presión y, en cualquier
momento, explotará. La muerte de un cazador de ciervos, supuestamente accidental, parece
destinada a acelerar los tiempos: el finado estaba vinculado con la mafia y con el
mandamás del pueblo, y el olor a homicidio empieza a desentumecer al protagonista. Claro
que la voz en off de su hermano Rolfe (Willem Dafoe, que se mostrará en pantalla al
promediar el relato) verbaliza la intuición del estallido durante la introducción de la
película, con lo que le quita fuerza. La tensión, en todo caso, viene por el lado del
montaje y la música incidental, llamativamente rigurosos. La partitura es sutilmente
lúgubre, y la armadura temporal sienta la impresión de que cada semana pesa como un año
en la agobiada existencia de Wade. Nolte redondea un buen trabajo, sobre todo en ese punto
en el que el mundo parece derrumbarse sobre su cabeza. Coburn confirma que la
sobreactuación es algo así como su "marca de estilo". Dafoe, sin estar mal,
muestra una hilacha demasiado gruesa del guión: su personaje ha sido puesto allí para
aclarar lo que los saltos al pasado (que son muchos) dejan en sombras, y para espolear a
su atribulado hermano, que a sus instancias entrará en acción.
El film concluye abruptamente, como si
la producción se hubiera quedado sin dinero para rodar el último tramo de las imágenes.
Entonces vuelven las palabras en off de Dafoe a explicar lo inexplicable. Y a desmentir,
encima, unos cuantos datos que habían sido firmemente establecidos por el curso de la
historia.
Guillermo Ravaschino
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