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DINOSAURIO
(Dinosaur)

Estados Unidos, 2000


Film de animación dirigido por Eric Leighton y Ralph Zondag.



En el plano estrictamente visual, "la más ambiciosa película de animación digital jamás filmada" puede darse por satisfecha. Y era de esperar. Los dibujantes y diseñadores de Disney siempre han sido virtuosos; las imágenes generadas por computadora ganan en donosura con los avances tecnológicos (que hoy por hoy se producen todos los días) y los enormes reptiles esta vez se mueven con una fluidez que, justo es reconocerlo, no se había visto antes. Se integran de maravillas con los fondos –casi siempre reales– sin que pueda percibirse la "costura". Pongámoslo así: esta calidad visual, sumada a la influencia que el marketing y la historia de Disney ejercen sobre la mayor parte de los niños que consumen cine (y merchandising), alcanza y sobra para garantizar el éxito de Dinosaurio entre los espectadores con menos de nueve abriles a cuestas. ¿Pero qué pasa con los restantes?

No sería para asombrarse si alguno de once, por ejemplo, ya descubre que toda la generosidad que los herederos del tío Walt desparramaron sobre la animación computadorizada se la mezquinaron al guión. La historia es la de un dinosaurio dulce y tierno, Aladar, al que una tribu de monitos muy simpáticos (técnicamente: lemures) cría desde su nacimiento. Todos ellos se ponen en fuga con la caída de un meteoro gigante que corrompe la armonía de la isla en la que nuestros protagonistas –dinosaurio y monos– vivían. A poco de ganar la ruta, Aladar y sus amigos empalman con una caravana de dinosaurios de diferentes razas, que surcan el desierto con una idea fija: arribar a Las Nidales, suerte de tierra prometida, bella y fértil adonde los sobrevivientes podrán empezar de nuevo y reproducirse en paz. Todo lo que resta es el tortuoso recorrido hacia ese paraíso terrenal, del que no sólo los separan muchos kilómetros sin agua sino también los carnotauros, unos dinosaurios muy fieros y feos que se alimentan de los demás, y esos conflictos internos que –como ya apuntara el Martín Fierro– son más dañinos que los enemigos.

Lo que más llama la atención en esta road-movie prehistórica es la aplastante humanización de todas y cada una de las variopintas bestias ancestrales que desfilan por la pantalla. Más allá de los carnotauros, que son como los T-Rex que sembraron el pánico en Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), todas las demás especies no son más que encarnaciones lisas y llanas de tipos humanos muy reconocibles. Esto es: de estereotipos. Y están casi todos, desde el bebé a la vejestoria, pasando por el joven solterón, el jefe de familia autoritario, la muchachita angelical y su hermano guardabosques. Los bichos no sólo hablan, sino que lo hacen con las mismas palabras que emplearía cualquier homo sapiens actual. Los conflictos y las acciones son igualmente estereotípicos y transitados, se llamen primer approach, crisis de orgullo, acto de sacrificio, solidaridad o pena. Y si observan bien la foto que preside estas líneas, verán que hasta las propias caras de los dinosaurios han sido diseñadas a imagen y semejanza de las humanas (más aun: reúnen rasgos de las razas blanca, negra y amarilla casi por partes iguales). El contraste es de lo más brutal. Por un lado, los esfuerzos denodados (y eficaces) por dotar de dinamismo y gestos convincentes, es decir de verosimilitud, a criaturas como los dinosaurios, tan distantes –en "personalidad" pero también en "época"– a los seres humanos del presente. Por el otro, una construcción dramática, unos diálogos y ciertos rasgos físicos de esas mismas criaturas que apuntan en sentido opuesto, postulándolas como meras reencarnaciones de los personajes más caminados por el sentimentalismo cinematográfico (y literario) de los últimos cien años.

En un punto, el más ambicioso largometraje de animación digital no podría ser más conformista. Dinosaurio nos invita a un más allá del tiempo y el espacio que el talento de los dibujantes y la potencia de las computadoras (no sin esfuerzo) supieron hacer maravilloso. Pero no nos deja acomodarnos. Mucho antes de que nos instalemos nos hace sentir que seguimos estando acá... más acá que nunca. Nos obliga, o casi, a prosternarnos ante esas fantásticas carrocerías de dinosaurio que son el prodigio de la animación digital. Pero guay con entusiasmarse demasiado. Pobres de aquellos que ansíen ver un mundo –un verdadero mundo, no las rutinas más gastadas de éste– palpitando alrededor.

Guillermo Ravaschino