"En la vida de un doctor, lo que importa son las piernas. Si se le quiebra una, corre
con la otra. Si se le quiebran ambas, corre con las manos." El Dr. Akagi hace honor a
sus palabras. Dientes apretados, maletín en mano, fatiga las calles de una remota isla
nipona para dar conforto a sus pacientes. Siempre les diagnostica lo mismo: hepatitis. A
tal punto que lo bautizaron Dr. Hígado (el Kanzo Sensei del título original). Sus
prescripciones tampoco varían. Recomienda reposo y altas dosis de glucosa. Y esto le trae
problemas con los militares. Es que la segunda guerra está a punto de concluir
Hitler ha sido derrotado pero el alto mando japonés no se resigna todavía.
La glucosa y los soldados escasean. ¿Cómo puede ser que este hombre, que se declara
patriota, prescriba un tratamiento tan "antinacional"? Bajo la lupa de Shohei
Imamura (72 años, 25 films) los militares son brutales y necios, y el patriotismo, en
todo caso, pasa por mostrarse generoso ante los pares. Una suerte de humanismo similar al
que practica Akagi, quien está inspirado en la vida y en la obra del padre del
realizador, que era médico de pueblo chico.
Akagi es más o menos efectivo como
médico, pero no habría que tomárselo del todo en serio. Por algo tiene ese modo torpe
de andar y diagnostica tan velozmente. La hepatitis, comprobada o no, es su enemigo
jurado, aquello que convierte a su profesión en una patriada, en una guerra personal y,
más que nunca, en un sacerdocio. El singular estilo con que Akagi ejerce la medicina
testimonia por un lado aquella entrega desinteresada, por momentos ciega (no hay otra
actividad humana, incluido el sexo, que parezca interesar a este doctor). Por otro lado,
es vehículo de la comedia, que se prolonga en la muy peculiar galería de criaturas que
se pliegan a la cruzada del protagonista. Una hermosa prostituta en plan de redimirse, un
monje disoluto, un cirujano morfinómano y un prisionero de guerra prófugo, que ahondará
oportunamente el conflicto con la milicia. Akira Emoto da perfectamente el tono tierno y
abrumado que requería Akagi. Kumiko Aso, en la piel de Sonoko, la ramera transformada en
enfermera, no sólo alcanza una inocencia que conmueve por lo virginal. También traduce
la mirada que Imamura posó en cada uno de sus personajes: como geisha o paramédica, lo
suyo también pasa por entregarse al prójimo.
Para bien y para mal, Dr. Akagi
es un relato libre (tanto o más que La anguila, el anterior film de Imamura
estrenado en Buenos Aires, cuyo lirismo y calibre emotivo no llega a igualar) y tiene los
rasgos de ciertas construcciones musicales. Tramos que parecen girar en el limbo pero van in
crescendo hasta resolverse en peleas caóticas, otros que operan como leit-motiv
(Akagi corriendo). Mayormente no lineal, alegremente desordenada tanto que se torna
ardua a veces, la historia ofrece poca o nula progresión lineal: el crecimiento del
personaje de Sonoko, hija de un pescador al que reverencia tanto como Imamura a su padre;
la aparición de un microscopio, al que Akagi intentará convertir en su arma definitiva
contra el "agente del mal". En cuanto comedia, Dr. Akagi no está
llamada a arrancar carcajadas. Se deja ver, en cambio, con una sonrisa tierna a flor de
labios. Invita a compartir una visión acaso ingenua, pero siempre honesta y generosa, del
drama vital.
Guillermo Ravaschino
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