A comienzos de los ’70, el gobierno norteamericano decide poner fin a la desintegración racial que persistía en el sur de los Estados Unidos. Entonces, a negros y blancos no les queda otra que compartir colegios, barrios, teatros y demás espacios públicos. En ese marco, un entrenador de fútbol americano de un colegio secundario próximo a integrar negros a su alumnado es reemplazado por otro: un negro (Denzel Washington). El entrenador desplazado (que es blanco) decide mudarse de ciudad, pero ante la insistencia de sus muchachos –que detestan recibir órdenes de un morocho, aunque sea el mismísimo Denzel– se queda para ayudar en los entrenamientos. También llegan nuevos alumnos, tan oscuros como el entrenador, con ganas de jugar al football.

De esta contradicción negros-blancos irán surgiendo otras tales como tolerancia-intolerancia, buenos-malos, exigencia-condescendencia, etc. Una más obvia que la otra, se resuelven de manera igualmente elemental, mientras que una suerte de felicidad publicitaria va ganando la pantalla. Esta pequeña historia intenta ser reflejo de una coyuntura social, vehículo de las mejores intenciones. Pero es tan aburrida, previsible, moralista y poco adrenalínica (pese a los interminables tramos dominados por los partidos de football) que se queda a un cuarto de camino.