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EL DULCE RUMOR DE LA VIDA
(Il Dolce Rumore Della Vita)

Italia, 1999



Dirigida por
Giuseppe Bertolucci, con Francesca Neri, Rade Serbedzija, Rosalinda Celentano, Alida Valli, Gea Lionello, Niccolo Senni.



Con varios años de atraso llega a la Argentina esta pequeña joya, que le valió a Giuseppe Bertolucci (hermano menor del director de Ultimo tango en París) el Premio Ombú al Mejor Director en el Festival de Mar del Plata 1999. Cuando ya todo indicaba que no llegaría nunca a las carteleras porteñas, El dulce rumor de la vida apareció en la lista de estrenos. Sorpresas que nos dan las compañías distribuidoras… ojalá todas fueran tan buenas como esta.

La película hace foco en tres momentos de la vida de una joven actriz, Sofía (estupenda, conmovedora Francesca Neri), entre sus 20 y 35 años. Cuando descubre que su amante, el director teatral Bruno Mayer, la engaña con un hombre, Sofía aborda el primer tren y parte sin rumbo ni destino, con la única intención de escapar de su presente y dejar atrás una realidad demasiado dolorosa. Lo que aún no sabe es que a bordo de ese tren su vida va a cambiar para siempre.

El rotundo vuelco se producirá cuando vea a una joven abandonar a su bebé recién nacido en el baño de un vagón. Sofía intentará alcanzar a la desconocida, pero sin éxito: ahora ella deberá decidir qué hará con ese bebé que no es suyo, al que no buscó ni desea. Una prostituta la ayudará a limpiar y alimentar al niño y les ofrecerá un lugar donde pasar esa primera noche. Al amanecer, Sofía ya habrá tomado una resolución: será la madre del pequeño, al que bautiza Bruno, en recuerdo de su amor perdido.

Cinco años después, encontramos a Sofía viajando por Italia junto a una compañía de teatro. Bruno ya es un hermoso bambino, encantador y vital, pero con una enorme necesidad de amor paterno. Cuando Mayer reaparezca sorpresivamente en su vida, ella aprovechará la ocasión para tomarse revancha: le hará creer que Bruno es hijo suyo y, acto seguido, lo alejará para siempre del chico.

Al cumplir quince años, Bruno cree descubrir que es hijo de Mayer y decide ir a su encuentro; aborda un tren, Sofía lo sigue… La ruta del tren es la misma en la que, tiempo atrás, una joven asustada encontró a un bebé en el lavatorio del baño. El de ellos será un viaje hacia el pasado, en busca de la verdad.

Giuseppe Bertolucci eligió para narrar esta historia de amor y desencuentro una estética deliberadamente artificial, artificiosa mejor dicho: no es casual que muchas escenas capitales se jueguen en un escenario o entre las bambalinas de un teatro, como para recordarnos, cada tanto, que estamos asistiendo a una representación. Este distanciamiento se opone resueltamente al riguroso naturalismo que es casi la marca en el orillo del cine italiano. El dulce rumor de la vida se acerca bastante al estilo de los films más barrocos del hermano Bernardo (El conformista, La luna, Cautivos del amor), sobre todo por el riguroso trabajo sobre la composición del plano y el uso expresivo de la luz.

Los decorados y paisajes, incluso los más banales y reconocibles –una estación de tren, un bar–, aparecen en la pantalla como si se mostraran por primera vez, extrañamente transfigurados, rodeados de una atmósfera onírica e inquietante. Las elecciones de puesta de cámara responden también a esta intención distanciadora: el uso sistemático del encuadre oblicuo y el lente gran angular, que deforma y dramatiza el espacio, son las armas de las que se sirve principalmente el director para "afectivizar" los lugares en que viven y sufren sus personajes.

Cuando El dulce rumor... se exhibió por primera vez en el país, en el Festival de Mar del Plata, un crítico, de cuyo nombre no quiero acordarme, escribió en una prestigiosa revista de cine porteña (sí, ésa) que el único mérito de este film era mostrar cómo se filma una película torcida, en alusión (que pretendía ser ingeniosa) a los desestabilizados planos de Bertolucci. El torcido, más bien, sería el crítico en cuestión, que se perdió en el prejuicio y desdeñó una película más que interesante, sensible e inteligente. Confiamos en que el lector de estas líneas no lo imite, y vaya a ver esta fábula –tierna y cruel al mismo tiempo– con la mente y el corazón abiertos.

Ariel Leites      


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