A priori,
Todo sucede en Elizabethtown contiene elementos como para ilusionarse.
Es la nueva película de Cameron Crowe, director de la más que atendible
Jerry Maguire y la muy buena Casi famosos. Están de protagonistas
Orlando Bloom –que había sabido capturar la esencia de la aventura en El
señor de los anillos y La maldición del Perla Negra– y Kirsten
Dunst, estrella de Spiderman y El miau del gato, una de las
mejores actrices de su generación. Encima completa el reparto Susan
Sarandon, con lo cual se podía esperar pasar un buen rato. Pero a poco de
empezar el film toda expectativa se va al reverendo demonio.
Se nos cuenta la historia de un
ejecutivo joven y bastante inmaduro (Bloom) que, despedido de su trabajo
tras un estrepitoso fiasco y a punto de suicidarse, se entera de que su
padre ha muerto, con lo cual tiene que ir a buscar el cuerpo a Elizabethtown
(postergando sus planes de autoexterminio). En el viaje hacia el pueblito de
su progenitor conocerá a una azafata (Dunst), con quien entablará una
relación de amistad que luego... sí, ya lo adivinaron: derivará en romance.
El relato es bastante autorreferencial,
y esto en principio no tiene nada de malo. Todos los grandes autores
reflejan aspectos de su personalidad en sus obras, de forma más o menos
explícita. El problema consiste en que Crowe confunde personalismo con
ombliguismo (sabrán de qué modo unas líneas más abajo), en una irritante
mirada autocelebratoria que, para colmo, ambiciona partir de lo particular
para llegar a lo general, expandiendo sus límites a ámbitos insospechados e
injustificados.
El personaje de Bloom se baja del
avión, abandona a esa azafata que parece salida de un neuropsiquiátrico pero
que es súper simpática (mérito absoluto de la extraordinaria Kirsten, una
verdadera todo terreno) y llega al pueblito. El film, al tiempo que presenta
una galería de personajes inmensa, insostenible, empieza a caer en picada...
vuelve a aparecer la azafata y levanta cabeza... ella se va y la película
parece que va a estrellarse de punta. Y así sucesivamente, sin solución de
continuidad.
El quid es que Crowe sólo puede
darle vida al personaje de la chica. Y Kirsten Dunst comprende las
motivaciones de su papel y actúa en consecuencia. El resto deambula por ahí,
como si fueran amigos saludando a cámara, con un Orlando Bloom que nunca
logra dar en la tecla y luce todo el tiempo desconcertado, sin poder
transmitir emoción alguna. Sarandon, por cierto, tampoco se salva del
desastre.
El director, como bien lo indica la
autobiográfica Casi famosos, fue periodista de “Rolling Stone”.
Aparentemente, le encanta resaltar ese dato, introduciendo una nueva canción
apenas acaba la anterior, como una verdadera ametralladora. El film adquiere
un carácter de batifondo, de fiesta de vecino que puso su equipo muy fuerte
a las tres de la mañana de un miércoles. A muy pocos debe de gustarles tener
que bancarse eso. En Elizabethtown pasa lo mismo. ¿Por qué? Porque
los temas no se complementan con la imagen; antes bien, las imágenes
parecen haber sido construidas en base a la música. En consecuencia, todo el
asunto es una sucesión de videoclips inconexos entre sí.
El final es –si cabe– peor aun. Y lo es
porque a Crowe lo pellizca la veta hiperambiciosa, se empeña en buscar su
obra maestra y le sale todo al revés. Allí, el film adquiere un tono que
pretende navegar entre el documental y la road-movie, tratando de componer
un retrato histórico-socio-cultural de los Estados Unidos. La idea no era
mala (y algunos documentales como Amsterdam Global Village han
emprendido proyectos similares con gran presteza). El inconveniente radica
en que no puede hacerse lo antes mencionado en veinte minutos anárquicos,
con quinientas canciones a la vez y reflexiones en paralelo sobre el vínculo
paterno-filial. Un despropósito total. La arbitrariedad, en su máxima
expresión. Pero bueno: llegó la hora de parar, de respirar, de serenarse. ¿A
qué irritarse tanto? (A ver si se incomoda Kirsten Dunst, futura esposa del
firmante.)
Rodrigo Seijas
|