Por lo general, no me
gustan las remakes. Casi siempre basadas en alguna película que ha logrado
cierto renombre –y éxito de taquilla–, esas segundas versiones de Hollywood
suelen adaptar originales extranjeros al gusto del consumidor
norteamericano, bastardeando o banalizando ideas inteligentes. Compárese
Un ángel enamorado con Las alas del deseo, o incluso Tres
hombres y un biberón, en sus versiones francesa y yanqui. Otra variante
es la de actualizar películas clásicas, aggiornándolas a estos días
de la posmodernidad, de la copia y el simulacro: Psicosis de Gus Van
Sant, por ejemplo. Algo similar me ocurre con las secuelas: desde Cervantes
sospechamos de las segundas partes, que casi nunca están a la altura de la
que había generado la saga. Hay excepciones, claro: El padrino 2, o
la reciente Antes del atardecer.
Por eso la
grata sorpresa de la versión de Jonathan Demme de El embajador del miedo,
cuyo título en inglés fue y es The Manchurian Candidate. Esta remake
de aquel thriller político sí se coloca con dignidad junto a la primitiva,
en una entretenida y oportuna puesta al día.
Sería
interesante hacer la crítica de esta película sin haber visto la original,
aquella versión de 1962 en la que actuaba el mismísimo Frank Sinatra, y
considerarla como una obra independiente. No es este caso. Hace muy poco
volví a verla, y la comparación entre ambas es inevitable. Ubiquemos el
contexto histórico: la que dirigió John Frankenheimer transcurría en plena
Guerra Fría y reflejaba el clima de la era de Kennedy; los protagonistas
habían luchado en Corea, y se urdía en Manchuria un complot comunista para
colocar un candidato propio en la presidencia de Estados Unidos. En la
nueva, se trata de ex combatientes de la primera Guerra del Golfo, y los que
pergeñan la conspiración política son miembros de Manchurian Global, una
poderosa corporación económica multinacional que lidera el comercio de
armas, petróleo, medicamentos y otras múltiples fibras del poder. Este es el
detalle más sintomático: las ideologías han muerto y lo que ahora mueve el
mundo es la economía, estúpido. Todo el clima político contiene
obvias referencias a la actual coyuntura, y no es una casualidad que haya
sido estrenada en plena campaña electoral estadounidense.
Conociendo
de antemano los secretos de este film, que presenta varias capas narrativas,
volví a apreciar el talento de Demme para el desarrollo de la narración, el
manejo del suspenso y su trabajo con los actores. El candidato del título es
un sobrio Liev Schreiber, aunque nunca llega al estado de frío automatismo
que aquél lograba a la perfección. Su atormentado ex camarada de armas, y
motor del film, es Denzel Washington –en la versión actualizada tenía que
haber un negro inteligente para el rol que cumplió Sinatra– y la maravillosa
y malísima madre oscura de la primera versión, Angela Lansbury, tiene una
dignísima sucesora en Meryl Streep. En pleno posfeminismo, la madre del
candidato de Manchuria no es un personaje entre bambalinas sino una
ambiciosa e influyente senadora, y Streep compone un personaje
exquisitamente siniestro y manipulador, en quien muchos han entrevisto
aspectos que evocan a Hillary Clinton. Ella logrará que su partido nomine a
su propio hijo para la vicepresidencia de su país, cargo al que ella nunca
podría acceder por ser mujer. El nombre de ese partido nunca es mencionado:
el candidato es un aristócrata héroe de guerra, igualito que John Kerry,
aunque la corporación que lo sostiene apunta sin sutilezas a la figura de
George W. Bush. Cualquier semejanza de Manchurian Global con Halliburton o
el Grupo Carlyle (que ya no pueden seguir ocultando las vinculaciones de
Bush y Cheney con los árabes, la familia Bin Laden y los intereses en Irak)
sí es intencional.
Una vez
más, Demme desnuda el sistema mostrando la cara oculta de su país, como lo
hiciera en El silencio de los inocentes, en Filadelfia y, de
modo algo más elíptico, en Totalmente salvaje. En pleno auge de la
clonación y otras cirugías que pretenden alterar y controlar el cuerpo
humano, el implante de chips para la manipulación de conductas y
comportamientos parece una herramienta más. En realidad, Demme está
denunciando el modo perverso en que funciona la democracia y la manera en
que se mutila el cuerpo político y social: elecciones digitadas, manejo de
los medios y la opinión pública, falseamientos policiales, crimen
legalizado. Basta leer las noticias de todos los días.
Lo que
extrañamos del primer film –y no es un detalle menor– es su sentido del
humor negro, el sorprendente surrealismo de aquellas escenas del sueño
recurrente que vivían los personajes. La novela original es de Richard
Condon y el guionista de la primera versión había sido George Axelrod, quien
supo adaptar también Desayuno en Tiffany's respetando el humor de
Truman Capote. El nuevo guión, basado en el primitivo, presenta una versión
más acartonada y solemne, sólo matizada por los dardos envenenados y la
actuación exuberante de Streep. También se echan de menos aquellos
siniestros agentes comunistas, pero ya se sabe: hoy los ejecutores del mal
son anónimos y no poseen rostro. En el nutrido grupo de actores secundarios,
sorprende encontrar a Bruno Ganz como el científico que reconoce el uso de
implantes ilegales por parte del gobierno y el lavado de cerebro
generalizado. La agente negra del FBI está allí para aplacar en mínima parte
la misoginia y el racismo de la primera versión, y si bien esta corrige
algunas inverosimilitudes de la primera, el giro del final podrá decepcionar
a muchos.
Modernos o
posmodernos, posguerra o post 11 de septiembre, Hollywood sabe hacer de la
paranoia un espectáculo.
Josefina Sartora
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