La importancia de que el rey Midas de
los directores se interesara por la violencia (abstracta,
descontextualizada y absurda) en la guerra con su película Salvando al
soldado Ryan ya se percibe en uno de sus primeros herederos, hijo
bastardo de un estilo de hacer cine europeo que es norteamericano de
incógnito y que lleva por título Enemigo al acecho, dirigida por
el comúnmente insípido Jean-Jacques Annaud, responsable de películas
tan olvidables como Siete años en el Tíbet o El nombre de la
rosa.
En esta ocasión Annaud, también coguionista, intenta tantas cosas a
lo largo de las algo más de dos horas de metraje, que no se sabe si su
intención era retratar esa violencia cruda de la guerra con que arranca
la película, envolver en la batalla de Stalingrado una historia de amor
entre un francotirador ruso y una miliciana judía, o utilizar los
códigos narrativos del western para relatar el duelo entre un héroe de
guerra soviético, Vassili Zaitsev (Jude Law), y un oficial nazi (Ed
Harris). En cualquiera de los casos la película podría haber tenido
mucho interés, si bien la última de las opciones, por enfrentar a los
dos grandes actores de la película, parecía ofrecer mayores garantías.
Lo que parece mucho menos hábil es empecinarse en contar estas tres
tramas simultáneas, algunas otras paralelas y pretender un resultado
homogéneo no perjudicado por parecer haber intentado transformar el
desconcierto bélico en un desbarajuste cinematográfico.
Enemigo al acecho termina apoyando su narración, todavía a estas
alturas del siglo XXI, en el enfrentamiento entre el irremediablemente
heroico pueblo de Stalingrado (obligado por el dictador soviético a
permanecer en la ciudad mientras durara la batalla) y las huestes nazis,
una variación en el tema de buenos contra malos. Aunque intenta disimular
su maniqueísmo por medio de la potenciación del carácter burocrático y
autoritario del régimen de Stalin, Annaud no puede evitar hacer una
película de guerra al estilo propagandístico de antaño... sólo que sin
mensaje. No resulta verosímil, productivo, interesante hoy en día
insistir en que los nazis fueron los malos de la guerra. Su hipotética
enseñanza resulta trasnochada y provoca que la película adopte un tono
grandilocuente del todo innecesario del que habría que huir.
Por si no fuera suficiente, la puesta en escena del director francés
sigue siendo enfática, torpemente retórica y, sin embargo, hueca. Su
planificación se torna casi siempre rutinaria, incapaz de dotar de
contenido a sus imágenes, lo cual queda definitivamente confirmado cuando
Annaud se deja notar con algún movimiento de cámara o mediante el uso
del zoom. Exceptuando esas toscas muestras de un artesano
desmañado, el director francés se conforma con dejar que su historia
fragmentaria discurra de la forma menos molesta posible a sus aspiraciones
de supuesto autor. En otras palabras, sus imágenes describen demasiado y
narran demasiado poco.
Las masivas escenas de guerra, como la de la llegada de Vassili a
Stalingrado, que tan buen resultado como descriptores del horror bélico
proporcionaron a Spielberg, tienen el contenido de unos fuegos de
artificio sobre los que insertar el duelo con el francotirador alemán y
un triángulo de amor desmayado que incluye a Tania (Rachel Weisz) y el
amigo del protagonista, Danilov (Joseph Fiennes). Es, por si fuera poco,
lo peor de la sesión. Annaud tan siquiera es capaz de evitar un encuentro
sexual entre Zaitsev y Tania de tan poco interés como el que dañaba
tanto su adaptación de la novela "El nombre de la rosa", de
Umberto Eco. La rémora de malas ideas culmina con un pseudo-discurso
contra la guerra, a modo de justificación, a punto de concluir la
película, en boca de Danilov (un personaje a medio hacer), que puede
haberse convertido en inevitable para el cine bélico desde la inigualable
La delgada línea roja.