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ENEMIGOS PUBLICOS
(Public Enemies)

Estados Unidos, 2009


Dirigida por Michael Mann, con Johnny Depp, Christian Bale, Marion Cotillard, Billy Crudup, James Russo, David Wenham, Christian Stolte, Stephen Lang.



Arranca Enemigos públicos y ya uno puede darse cuenta de que está asistiendo a una película de Michael Mann. Todo comienza in media res, en medio de los acontecimientos, dejando que los personajes se vayan presentando a través de sus acciones. La puesta en escena –en una filmación con una textura de documental, en formato digital y con cámara en mano– va construyendo con un puñado de certeros trazos la rutina carcelaria, que estalla por los aires con el escape de unos convictos.

Lo que cuenta Mann, como siempre, es un trozo de la vida de un protagonista. En este caso, ese frenético año y medio en el cual John Dillinger (Johnny Depp), a comienzos de los años treinta, en plena era de la Gran Depresión, asaltó numerosos bancos y fue el hombre más buscado por el gobierno, que destinó la misión de atraparlo al agente federal Mervin Purvis (Christian Bale), un discípulo de J. Edgar Hoover (Billy Crudup). Mann no se limita a escenificar una serie de asaltos y tiroteos; tampoco a idealizar la figura del ladrón (por más que estos componentes estén siempre revoloteando, de distintas formas). Configura una ambiciosa pieza cinematográfica, con múltiples resonancias políticas, estéticas y narrativas, no siempre llevadas a buen puerto, pero que igual dejan lugar para el apasionamiento y la polémica.

El realizador utiliza la cámara digital como un dispositivo de apertura a un género como el gangsteril, cuya representación ha estado siempre caracterizada por el artificio. Su film dialoga con películas de los treinta, como Scarface, pero también con exponentes más recientes, como la versión cinematográfica de Los intocables. Y plantea claramente un contrapunto entre el artificio y el naturalismo que, hay que decirlo, no siempre resulta fructífero.

Porque es cierto que la experimentación digital de Mann permite avizorar, entre otras cosas, la Gran Depresión y relacionarla con la actual crisis económica, entablando paralelismos entre el nacimiento del FBI y el Acta Patriótica (dos entidades nacidas supuestamente para brindar seguridad a los ciudadanos, pero convertidas en instrumentos de opresión y represión); las nociones de espectáculo y mediatización; el nacimiento de las telarañas criminales urbanas, ahora consolidadas y expandidas; el surgimiento de las corporaciones mafiosas, muy parecidas a las corporaciones legales de la actualidad. Se pueden encontrar numerosos elementos ya presentes en los anteriores films de este cineasta, alguien que ya desde hace rato viene citando su propia obra, como revisando –ya que no repitiendo– sus películas una y otra vez, buscando siempre algo nuevo en ellas. Es por eso que aparecen ciudades que tras su velo glamoroso esconden historias de violencia y horror (como en Colateral o Miami Vice); profesionales de los que ya quedan pocos, esos que desarrollan sentimientos de empatía más allá del bando en que se encuentren (como en Fuego contra fuego o Cazador de hombres); un Estado inoperante hasta en su mayor eficacia, que persigue al que se revela (como en Alí); jefes corporativos que utilizan métodos que, tanto fuera como dentro de la ley, se asemejan (como en El informante).

Pero también es cierto que el clasicismo aplicado a buena parte de las secuencias que involucran el romance (y acá entra el personaje de Billie Frechette, interpretada por Marion Cotillard, ganadora del Oscar por su rol de Edith Piaf en La vida en rosa) se revela forzado y a contramano de la actualidad que transmite el resto de las imágenes. Algo parecido se puede afirmar del paralelismo sugerido entre la figura de Dillinger y la del héroe gansgteril del cine a partir de una cita a Manhattan Drama (protagonizada por Clark Gable), que peca de obviedad al exponer el status de estrella cuasi hollywoodense alcanzado por un criminal, supuestamente enemigo público Nº 1, dentro del imaginario popular.

Donde la perspectiva referida al género y la época definitivamente funciona es en las escenas de violencia. Los tiroteos, golpes y muertes en el cine de Michael Mann no buscan la mera espectacularidad, sino trasferir el impacto del cuerpo de los protagonistas hacia el espectador. Los disparos duelen, la sangre es vista como consecuencia de los actos de crueldad, cada herida importa, tiene un sentido. De ahí que la secuencia de la refriega nocturna en la cabaña esté llamada a persistir en la memoria, aun en la piel, de quien la contemple.

Romántico como pocos, Mann reflexiona, analiza y cuestiona en forma permanente el rol desempeñado por ese outsider que fue Dillinger, un tipo tan al margen de la ley, tan esquivo a los códigos capitalistas y del sistema de gobierno que, a pesar de ser buscado obsesivamente por todas las fuerzas policíacas, era invisible para ellos, incluso a tal punto que era capaz de entrar en una comisaría sin ser visto. Enemigos públicos retrata la figura del marginal como un Otro absoluto, indistinguible para la sociedad “respetable”, alguien que no puede ser advertido físicamente –por más que esté frente a los ojos de quien lo busca– porque se diferencia moral, ética e incluso espiritualmente. Y el director de El último de los mohicanos (otra película sobre el fin de una era y de una forma de vida) se hermana con este personaje suyo, porque se reconoce, en su pulsión permanente por esquivar las fórmulas vacías, como un marginal dentro del sistema hollywoodense actual, donde mandan el marketing y las recetas de probado éxito. Como Dillinger, es evidente que Mann va a morir en su ley.

Rodrigo Seijas      

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