Star Wars, Episodio 2, El ataque de los clones ofrece pocas
novedades y unas cuantas variaciones sobre un tema añejo, bastante
agotado por lo demás. La variación más notoria tiene que ver con la política,
con el desarrollo y protagonismo que las cuestiones políticas asumen aquí.
Es curioso, interesante quizá, porque a la política, como a todo lo
demás, Star Wars siempre la planteó fuera de este mundo y época
(En una galaxia lejana, mucho tiempo atrás... ¿recuerdan?) pero
sin pretender ocultar jamás la ligazón entre ese espacio-tiempo y el aquí
y ahora. Más aun: todo el vigor de la trilogía original se asentaba en
ese vínculo entre ambos universos. Lo curioso es que la mayor parte de
los rasgos de nuestro mundo que antes aparecían desplazados sobre Star
Wars remitía a mitos y oposiciones básicos, originados en la
infancia: Bien/Mal, luz/oscuridad, familiar/extraño (con sus derivaciones
hombre/máquina). Y la política, particularmente la política oficial
de la primera potencia del planeta Tierra, debe ser la cosa menos infantil
de las que pueblan la Vía Láctea. Episodio 2 da cabida a toda
clase de categorías de esta política: senado y corte suprema; senadores
y cancilleres; constituciones y (re)elecciones; democracia, guerra, república...
No es que no sean funcionales al "cuento", que algo tiene del
que siempre nos contó Star Wars, sino que el cuento funciona más
que nunca al servicio de estas categorías políticas. Desde el principio,
como al pasar, se establece la diferencia entre un "idealista" y
un "asesino", presentado como el que se vale de la violencia
para sus fines políticos. Poco después quedará en claro que el único
que puede y debe valerse de la misma es la República. Esto incluye, por
supuesto, la atribución de declarar guerras interestelares que involucren
a diversas galaxias. Los Jedi ahora se perfilan como los comandos de élite
de esta república, que se nos presenta como democrática,
"polirracial" y especialmente interesada en custodiar y
administrar franquicias comerciales. Con lo que tenemos una novedosa
alianza entre la fuerza (la violencia física, militar) y la Fuerza que,
luminosa o no, flota como un halo sobre nuestros héroes.
Una línea bastante gruesa, y no obstante nítida, traza los
fundamentos conceptuales de esta república democrática, y se la puede
reconstruir fácilmente a partir de elementos puntuales, nada casuales,
desperdigados por el film. El primero es la mentada distinción entre
idealismo y terrorismo. Otro se nos presenta entre las praderas que acunan
el tortoleo de los protagonistas jóvenes: el padawán (aprendiz de
Jedi) Anakin y la senadora Padmé. El chico pregunta por qué no se ponen
de acuerdo los políticos para ocuparse, de una vez por todas, de gobernar
en beneficio de la población universal. Suspiro va, mirada viene, la
chica explica que esos acuerdos son bien difíciles de alcanzar. Lejos de
interrogarse por el origen de dicha dificultad (lo que hubiera abierto un
camino a profundizar), al padawán se le ocurre que debería haber
"alguien" (someone) con capacidad y autoridad para
dirimir todo debate. Padmé dice que eso sería una dictadura, lo convence
(él hace sonrisitas de "obvio...") y asunto cerrado. (Cierto
que Anakin está llamado a convertirse en el tirano de Darth Vader, pero
eso es harina de otro costal). Dos cosas me irritaron: que semejante blablá
se entrometiera en el romance, desromantizándolo, y que haya
quedado en firme, ya desde mucho antes, que la enorme mayoría de estos
políticos (los de Star Wars) no son en absoluto confiables.
Un pequeño gran mamotreto de democracia política a la moda (a la moda
de Hollywood post 11 de setiembre) puede extraerse de estas y otras
pinceladas de la obra y esto, no otra cosa, es lo que más opaca a la
nueva versión de Star Wars. Vean qué triste papel terminan
desempeñando estos jedis, gendarmes últimos de un orden que no
comprenden ni comparten, que apenas discuten y cuya vigencia, sin embargo,
se comprometen a garantizar. En este oscuro sentido, Star Wars
"creció": tomando distancia (unos cuantos parsecs) de la
inocencia que alentaba a la trilogía original. Esa que, como ha sido
dicho, unificaba a la platea por encima de su nacionalidad y edad, invitándola
a involucrarse, a palpitar las batallas desde el lado de los buenos... sin
obligarla a pagar el precio de las convenciones socio-políticas
dominantes. Era imposible no subirse al carro de Han Solo desde ahí,
desde el "costado-niño que conservan los adultos"; para asociarse a Anakin
y a Padmé (o a Obi Wan, que vuelve a encarnar Ewan McGregor) es preciso,
en cambio, aniñarse. Tragarse un sapo que contradice nada menos que el espíritu
con que nació la saga.
Star Wars también creció, naturalmente, por el lado tecnológico.
Los efectos cada vez son más despampanantes; las maquetas, y cada vez más
personajes, ya son completamente hijos del diseño computadorizado. Pero
todo esto no ha redundado en más sino en menos vida, porque se han
cargado mucho las tintas en los clones y en los droides (variantes del
robot) y muy poco en esa galería de seres estrambóticos y entrañables
que convivían más o menos armoniosamente en las galaxias (esa otra
democracia sí que se llevaba bien con el espíritu del que hablábamos).
Lo demás, muy en segundo plano, son las proverbiales secuencias de
montaje alterno entre distintos mundos (hay que decir que siguen
imprimiendo dinamismo), aquellas otras destinadas a vender merchandising y
videogames, el vínculo paterno-filial proyectado en relaciones no
sanguíneas (como la de Anakin con Obi), la irrupción de las hormonas
juveniles (que deriva en una subtrama amorosa inusualmente pobre,
rutinaria), un puñado de conflictos afectivo-existenciales tocados de oído (los sentimientos o
la razón, los compromisos profesionales o los impulsos amorosos, la novia
o... ¡la madre!), etc., etc.
Entre muchas otras cosas se extrañan los viajes, aquellos
viajes. Tanto se los extraña que lo más emocionante ocurre cuando Anakin se apresta a abordar una nave con Padmé para escoltar su regreso
a la patria: uno se prepara, se apoltrona, ya palpita un duradero,
intenso tramo de road movie interestelar. Y sin embargo no: será más
breve que un chispazo.
Guillermo Ravaschino