Intentando recuperar un formato que en los ‘60, y especialmente en el cine
italiano, se había puesto de moda reuniendo diferentes directores famosos
para, con sus cortos o mediometrajes, armar una película “temática” (con un
lema como hilo conductor o eje central del film total), aparece Eros.
Detrás del film, también debe decirse, se juegan los deseos de Michelangelo
Antonioni por seguir filmando a los 90
años, y después de un derrame
cerebral que afectó seriamente su movilidad y su habla. Las otras dos firmas
que rubrican el proyecto son las de Steven Soderbergh (en reemplazo del
previamente convocado Pedro Almodóvar) y Wong Kar-wai, admiradores de la
obra del maestro italiano y –según sus propias palabras– deudores de su
cine. Como en todos los films episódicos o colectivos, los desniveles de
Eros son evidentes. Y como suele suceder, el orden elegido para la
presentación de los trabajos va de menor a mayor.
Lamentablemente (por lo menos para aquellos que le adjudicamos valía en la
historia del cine), Antonioni es el primero en salir al ruedo con El
peligroso filo de las cosas. Una especie de triángulo amoroso entre una
pareja que está en plena crisis y una mujer misteriosa y liberal. Apenas
unos diálogos banales para sugerir verdades profundas sobre (el fin de) el
amor –líneas que a su pesar derrapan en una retórica grandilocuente–, unas
locaciones bellísimas (Toscana) y actuaciones superficiales. El problema más
grave es la resolución audiovisual, paupérrima en ideas, que pretende hacer
pasar gato por liebre presentando unos desnudos femeninos o una masturbación
a cámara como el summum de la transgresión cuando apenas son la copia
de una película porno soft de cable, y acaban operando como el gris remedo
de alguien que alguna vez fue un grande. Literal, burdo, tonto, una gran
decepción.
Soderbergh
ofrece en Equilibrium el más indirecto acercamiento al tema (que,
dicho sea de paso y por las dudas, es el erotismo, o el amor sensual). En
los ‘50, un creativo publicitario asiste a su primera sesión de terapia ante
un analista que parece más interesado en el afuera (lo que no llega a
ver a través de la ventana) que en los problemas de su paciente. Filmando en
blanco y negro la realidad y en colores el mundo onírico, con alusiones
hitchcockianas (La ventana indiscreta, Vértigo, Cuéntame tu
vida) y hasta un coqueteo con el film noir, el corto resuelve con
humor las preguntas y los temores más comunes (¿qué hace el terapeuta a
nuestras espaldas en plena sesión?, ¿cómo decir lo que nos cuesta tanto?,
¿cuál es el límite entre sueño y realidad?) y saca provecho de dos actores
siempre lúcidos y en forma: Alan Arkin y Robert Downey Jr.
La mano
es otra joya de Wong Kar-wai. En poco más de media hora desarrolla la
historia (estamos en los ‘60) de una cortesana y su relación con un aprendiz
de sastre inexperto y virgen. Si el recorrido masculino va de la humillación
al amor caballeresco, el femenino pasa del abuso de poder a la denigración y
la muerte repitiendo el clasicismo de “La dama de las camelias” y de
“Pigmalión” (invirtiendo sus roles) y, a la vez, reviviendo temas y motivos
que desvelan a este director (entre Con ánimo de amar y 2046).
Haciendo uso –ya característico en sus producciones– de una bellísima
fotografía, unos decorados (pasillo y habitaciones) intrigantes, una banda
sonora embrujante, un vestuario seductor, una puesta en escena sugerente y
cuidada que fragmenta los cuerpos y los espacios y un reparto de agraciados
rostros y figuras que además entrega estupendas actuaciones, el hongkonés
vuelve a recrear, como un Puig oriental, una época que ya fue, con la
melancolía y el fulgor que todo tiempo pasado conserva, y un amor puro fuego
y pasión pero a la vez pudoroso –no necesita exhibiciones banas– y (¿como
todo gran amor?) imposible.
A modo de
enlace entre los tres cortos se escucha una hipnótica canción de y por
Caetano Veloso (“Michelangelo Antonioni”), sobre unos dibujos de Lorenzo
Mattotti que supo captar de algún modo la esencia de los tres realizadores.
Eros, como se
sabe, es en la mitología griega el Dios del amor carnal y sensual. Si
pensamos en los planteos filosóficos que Platón desarrolla tanto en “Fedro”
como en “El banquete”, podríamos encontrar en cada uno de los episodios los
tres tipos de amantes clasificados: el poseído por la pulsión física y
egoísta, el moderado que aunque acaba complaciendo el impulso sexual lo hace
racionalmente, y el amante como auténtico filósofo que, siendo del mismo
sexo, sublima la servidumbre sexual en procura de hallar, investigando junto
al otro, la Verdad, la Belleza y el Bien. Detalle curioso que, por supuesto,
no modifica demasiado este desigual fresco sobre el amor.
Javier Luzi
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