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LA ESCUELA DE LA CARNE
(L'Ecole De La Chair)

Francia, 1998


Dirigida por Benoit Jacquot, con Isabelle Huppert, Vincent Martínez, Vincent Lindon, Marthe Keller, Bernard Le Coq, Michelle Godet.



Nada más alejado de la clásica historia pasional entre madura dama experimentada y jovenzuelo más o menos inexperto, que el cine ha cultivado con ligeras variantes y desigual fortuna desde El diablo en el cuerpo (1947, con Gérard Philipe y Micheline Presle) hasta Pasión otoñal (1990, con Susan Sarandon y James Spader). Este film sombrío y distanciado del desconocido –para el público argentino– Benoit Jacquot se aboca más bien a plantear una inversión de los habituales roles sexuales, y por cierto va mucho más allá del mero detalle de la edad. Que de todos modos importa, porque el lozano Quentin que protagoniza este estreno –al igual que tantas mujeres jóvenes y lindas de la ficción– saca partido de sus atributos en flor, histeriquea, se encapricha, y si no llega a actuar del todo como una femme fatale es porque se encuentra con la exacta horma de sus zapatos (o zapatillas, en realidad): la dura Madame Dominique que le corta el bello e inquietante rostro antes de que él le destruya su sistema de vida.

Quentin es un marginal que se gana unos francos entrenando a boxeadores, un trepador bastante inescrupuloso que utiliza por igual a varones y mujeres para conseguir protección, ventajas. Ha tenido un affaire reciente con un próspero abogado maduro y ahora se le ofrece casi en bandeja a una señora cuarentañera, pudiente y generosa a la hora de librar cheques para saldar deudas. Elegante y con mucho autocontrol, Dominique sigue con tranquila precisión el modelo masculino cuando decide levantarse a Quentin en el bar gay. El, en el papel femenino ttradicional, se hace el esquivo. Pero la atracción es mutua y ambos caen unidos por un fuerte vínculo sexual. Una pasión imposible, como ha señalado el muy interesante realizador Jacquot. Una pasión de incierto futuro entre dos personajes absolutamente opuestos. Una relación insostenible, puramente carnal pero no por ello menos posesiva por parte de ella, que se empeña en averiguar los secretos de la historia personal de Quentin, mientras él busca –y encuentra– formas paralelas non sanctas de asegurar su bienestar.

Aunque la versión cinematográfica de Jacquot, sobre un certero guión de Jacques Fieschi, transcurre en el París de la actualidad y sus personajes reflejan conductas en las que los rasgos de género se intercambian, lo cierto es que La escuela de la carne se basa en una novela del japonés Yukio Mishima (1925-1970). Este escritor –figura protagónica del film Mishima (Paul Schrader, 1985)– fue llevado al cine en contadas ocasiones: por estos pagos se conoció, recortada por la censura de la segunda mitad de los '70, El marino que cayó de la gracia del mar, una ridículamente mórbida realización de Lewis John Carlino. Más suerte ha tenido este novelista y dramaturgo en representaciones locales de sus obras de teatro: entre otras piezas, se conoció hace un par de años la movilizadora Madame de Sade, obra en la que el divino marqués es visto a través de los ojos de su mujer. Curiosamente, Mishima, un autor provocativo de alta calidad literaria, se badeó en los últimos años de su corta vida hacia una extrema derecha nacionalista, y como se sabe, terminó sus días suicidándose ruidosamente en el despacho del jefe mayor del Ejército, en protesta contra la desmilitarización del Japón.

Así, paradójicamente, el hombre que se inmoló con el fin de preservar las tradiciones es el autor de esta historia donde se trasgreden normativas todavía en vigor varias décadas después de escrita la novela original. Seguramente Isabelle Huppert , pelirroja, pecosa y enigmática como siempre, no podría representar a la mujer japonesa de posguerra que imaginó Mishima, pero resulta impensable otra actriz para el rol de Dominique, la burguesa resuelta de apariencia helada que se derrite en los musculosos brazos de Quentin, encarnado con perturbadora ambigüedad por Vincent Martínez.

Moira Soto