Ariel Goldstein (Daniel Hendler) es un joven judío de clase media. O mejor: es un joven
de clase media que se siente involucrado, interesado, y por momentos obsesionado, con el
judaísmo. Y más precisamente, con su judaísmo. La mayor parte del tiempo se
siente parte de eso que llama "la burbuja": vive en el Once con su padre (un
comerciante interpretado por Héctor Alterio), filma casamientos y eventos para gente de
la colectividad, está rodeado de judíos más o menos respetuosos de las tradiciones de
la religión. Cuando cambie los bar-mitzvas por una productora de televisión por cable
en la que da sus primeros pasos al comando de una isla de edición profesional
empezará a tomar contacto con otra gente. Lo que lo invita a replantearse su lugar dentro
del mundo... y de la burbuja.
Juraría que Daniel Burman, el
director, comparte muchos de los rasgos del protagonista. En otras palabras, que Ariel es
su otro yo. En cualquier caso, es evidente que los temas que obsesionan a Ariel
Goldstein son los de la película. Y entre ellos obviamente está la identidad. Pero
caerá el telón sin que hayamos podido ver ni escuchar nada ocurrente, original o tan
siquiera consistente al respecto. Lo de Ariel son las reflexiones en off y los
pensamientos en voz alta ante sus interlocutores. Pero será difícil oírle algo más que
"informes de situación" ("hacemos esto, hacemos lo otro...") u
opiniones a medias como la que expone en cierto punto acerca de su amigovia
productora de TV: "Laura persigue a gente con problemas, les hace preguntas y los
mete en la tele. Eso no es muy lindo... ¿o sí?" La que tampoco tuvo suerte con los
bocadillos es la misma Laura (la italiana Chiara Caselli). Le tocaron frases confusas y
pomposas ("No soy gay, estoy con una mujer que amo, igual que yo"), otras
vacías y publicitarias ("No me voy a convertir en una militante de mi
clítoris") y poco más.
Otro problema de Esperando al
Mesías es Santamaría (Enrique Piñeyro, que tuvo una destacada labor en Garage
Olimpo), el empleado bancario que se queda de patitas en la calle cuando la quiebra
de un banco japonés pega de rebote en la city porteña. La diligencia con que su mujer
también lo despide no ya del trabajo sino del hogar es el primer dato del
descuido olímpico que parece haber presidido el diseño de este personaje: "¡se
acabó!", le grita esa señora para cerrarle la puerta de su propia casa en la cara.
No hay ninguna discusión; el tipo agacha la cabeza, pega media vuelta y se va. Poco
después se muda, no con un flete ni con un taxi sino con una silla, sobre la que
arrastra, cual si fuera un changuito, cada una de sus escasas pertenencias. Este
pobre hombre no tiene adónde ir. ¿Se imaginan la situación? Pues bien, parece que
Daniel Burman no se la imaginó. Créanme que en todo lo que dura el film no se lo ve a
Santamaría atormentado, y ni siquiera preocupado ante tan calamitoso estado de las cosas.
Antes bien, parece enfrentarlo con alegría. Que consiga amparo bajo el techo de una
caseta ferroviaria está muy bien. Pero que de buenas a primeras resuelva su economía
dedicándose a meter la mano en la basura para recuperar documentos extraviados o robados,
que devuelve a cambio de una "suma a voluntad", ya tiene otro color. ¿Y qué me
dicen si les cuento que sus "clientes" hacen cola en un bar, en el que
Santamaría se instala como si fuera su despacho? No es que la desocupación sea un tabú.
¡Si hasta se pueden hacer chistes! Pero acá no hay ningún chiste sino el tratamiento
ligero, y aun grosero, de uno de los temas más graves e indignantes de la actualidad. Y
lo que es peor, su embellecimiento.
Si Ariel es el alter ego de
Burman, Santamaría quiere ser el contrapunto de Ariel. No por casualidad su apellido
remite a la virgen de los cristianos. Y aunque su insólito éxito empresarial
parezca desmentirlo, de algún modo corporiza a la figura del judío errante que
ocupa un lugarcito en las tribulaciones del personaje principal. Pero Santamaría no sólo
encarna alegorías, también habla. Y dice cosas como esta: "Hay veces que sueño con
su cola tibia apoyada en mi vientre. Es una maravilla. Después me despierto, y su cola ya
no está." Si se tiene en cuenta que la receptora del piropo es Stefania Sandrelli,
que vino desde Europa para interpretar a su "interés sentimental" (una
cincuentona que limpia el baño de una estación de tren), y que cuando esta responde se
le nota el acento italiano, se tendrá una idea de la magnitud de los descalabros que
prohijan las coproducciones. Y aunque no sé de dónde vino el sonidista, apostaría a que
habla una lengua extraña que le impidió comunicarse con el director. Hay un clímax de
Santamaría y Elsa que tiene lugar en el mismísimo baño de la estación, cuando
intercambian esa clase de susurros que preanuncian al acto de amor. Pero suenan
altísimo... y con un eco que ni la Abadía de Westminster. Otro que surcó el océano es
Imanol Arias. A falta de un papel como Dios manda le tiraron a un ejecutivo que
hace un par de chistes muy gastados (sobre la circuncisión) y da consejos sobre sexo sin
que nadie se los pida. Es decir, algo muy parecido al comic relief de los
dramones yanquis más remanidos. Melina Petriella está bastante bien. ¿Podría no
estarlo una actriz de mirada tan bella y melancólica?
Guillermo Ravaschino |